LOS NUMEROS QUE CIERRAN
Años después del estreno de Una mente brillante, aquel inquietante biopic del genio matemático John Nash (encarnado por Russell Crowe y dirigido por Ron Howard) sufriente de serios trastornos mentales que complicaban su vida y profesión, se puede intuir que pocas historias de esas características basadas en hechos y personajes reales tendrían ese nivel de intensidad como para ser llevadas a la pantalla y conmover de manera similar. Entonces llega El hombre que conoció el infinito para adentrarnos en la vida de Srinivasa Ramanujan, el matemático indio autodidacta que decía conocer fórmulas de particiones imposibles de resolver hasta para los científicos más encumbrados de la época, años en los que se libraba la primera guerra mundial. Los conflictos aquí, en cambio, pasan por otro lado que tienen que ver más con su etnia y religión de origen en momentos en los que pretende publicar su trabajo en Inglaterra por intermedio de la Universidad de Cambridge, cuna de grandes referentes de la ciencia y cultura del siglo pasado. Recién casado con una joven a la que apenas conoce y motivado por sus empleadores, el joven parte hacia el otro lado del océano -desobedeciendo las normas de su religión que lo convierten en un renegado instantáneo- para instalarse en el Reino Unido en el que, apadrinado por el profesor Hardy (Jeremy Irons) y apoyado por figuras de la talla del célebre Bertrand Russell (Jeremy Northam) o el profesor Littlewood (Toby Jones), tendrá la motivación necesaria para demostrar que las bases de su trabajo son sólidas y no producto de una intuición casi mística.
Pero más allá de las desventuras que enfrenta el matemático, El hombre que conocía el infinito es una historia de lucha de clases, de discriminación, de diferencias irreconciliables tanto étnicas como religiosas y de competencia de egos, la que se produce con ferocidad en ese ambiente académico de verdaderos titanes del conocimiento y la investigación. El personaje de Ramanujan, interpretado sin esfuerzo por Dev Patel, elige como prioridad en su vida a la difusión de sus descubrimientos los cuales, en apariencia, le llegaban como revelaciones y a las que no le preocupaba en principio justificar con procesos racionales ni demostraciones. Por ello mismo abandonó a su madre y a su esposa (con la promesa de volver a estar juntos) porque sabía con la misma intensidad con la que creía en sus fórmulas, que su misión era rescatar lo que tenía en su cabeza y compartirlo. Paradójica y necesariamente el primer escollo lo tuvo en su futuro compañero de equipo -antes mentor y a la vez representante en la contienda por hacer que se valore su trabajo-, el profesor Hardy, que se empeñaba en hacerle entender que no bastaba con enunciar sus fórmulas si no era capaz de desarrollar de manera entendible cómo llegó a ellas. Pero este sería sólo el primer peldaño, la primera prueba de dureza en el camino que le serviría de entrenamiento para luego enfrentar a los reales opositores, aquellos que descalificarían su trabajo por provenir de un “negrito engreído” (lo mínimo que le dirían), invadidos por el miedo que les provocaba el ser superados por alguien de las características de Ramanujan. Y así los problemas se van acumulando en la carrera del matemático tratando de minar su confianza, aunque nada sería más erosivo que los inconvenientes que surgirían con su propio estado de salud.
A pesar de lo interesante y rico del componente real de la historia, la narración tiene su ritmo pero no logra salir de las convenciones y se vuelve un tanto perezosa. Logra momentos fotográficamente preciosos y algunas situaciones conmovedoras, plenas de emociones contenidas que sólo puede lograr gente de mucho oficio como Jeremy Irons y en consonancia con actores de naturalidad manifiesta como Patel. La relación entre ambos es rica y con matices que se van definiendo a medida que avanza la trama, aunque a veces los contrastes se hagan algo groseros y esa profunda civilidad que se yergue en esa cuna de sabiduría se transforme en barbarie sin que llame la atención lo suficiente, como cuando el matemático, devenido en alumno, recibe un ataque físico de proporciones por parte de sus propios compañeros de clase sin que haya consecuencias compensatorias de ninguna clase.
Pero por suerte está la urgencia, esa premura de motivación casi sobrenatural del genio por dar a conocer su obra que es confundida con un ego excesivo cuando en realidad resulta casi premonitoria. Patel logra transmitir esa sensación de frustración e impotencia al no obtener las respuestas que espera con una pericia que provoca la empatía inmediata. Y deja la reflexión, casi automática, de lo mucho que se pierde cuando se le pone coto a la genialidad. Sin ninguna intención de adelantar momentos clave del argumento (aunque muchos de ellos figuren en los libros de historia) este film en particular deja la incógnita de cuánto más hubiesen avanzado ciertos aspectos científicos si al bueno de Ramanujan se le hubiera dado rienda suelta en lugar de un entrenamiento que terminó limitando su capacidad creativa.
Pero ese es el gusto agridulce necesario que deja esta correcta realización a la que los números le dan justo para aprobar.