Misterio de la creación matemática.
Título con tufillo trascendental, actores que pronuncian inglés como en el British Council, protagonista paupérrimo y sin embargo genial, peleándola contra la crema conservadora del Imperio Británico, fondo de Primera Guerra y, para rematarla, un lindo brote de tuberculosis. El hombre que conocía el infinito tenía todo, pero todo lo que se requiere para una de esas películas que podrían llamarse quality & humanity, y que hacen tan felices a los miembros de la tilinguería porteña y de todas partes. Sin embargo este film más británico imposible atraviesa esa cáscara para conectarse con la verdad de sus personajes, con la suficiente sobriedad como para que incluso los tópicos más adocenados del folletín pasen como si no fueran tales.
La película escrita y dirigida por Matthew Brown se basa en una novela que reconstruye la peripecia de Srinivasa Ramanujan (basada en una historia real: otro tópico de temer), matemático genial sin formación académica, nacido en Madrás a fines del siglo XIX. Dev Patel lo interpreta con la misma ansiedad con que lo hacía en ¿Quién quiere ser millonario? Ansiedad justificada aquí: Ramanujan tiene veinte años, no puede parar de plantear los infinitos problemas y soluciones de su país y la subdesarrolladísima India de su tiempo no está en condiciones de contenerlo. Para que pueda desarrollarse hay que enviarlo a la metrópoli. Allí, en el Trinity College, dependiente de la Universidad de Cambridge –donde alguna vez estudió el mismísimo Isaac Newton– hay un académico llamado Godfrey Hardy (Jeremy Irons), que, a diferencia de la mayoría de sus colegas, no teme a los desafíos de la razón.
Lo que viene es de imaginar: la reacción de la casta dominante de Trinity ante la llegada del morochito de la colonia, a quien el colega presenta como un genio en bruto (desarrolla fórmulas y teoremas por intuición, sin atenerse al sacrosanto método científico) y la lucha de Ramanujan y Hardy para torcer el brazo de los reaccionarios de los números. El hombre que conocía el infinito resulta menos esquemática que su sinopsis. El espectador se ve enfrentado al misterio no ya de la creación artística sino de la creación matemática, que parecería precisar de una formación sistemática que el arte no necesariamente requiere. Para Ramanujan no hay diferencia entre arte y ecuaciones: para él todo es cuestión de formas, y todas ellas son igualmente bellas. Aunque formado en la más rigurosa academia, Hardy coincide con ello –de hecho se haría conocido por un ensayo sobre la estética de las matemáticas– y ésa es una de las líneas de combate entre ellos y el burocrático establishment matemático de Trinity.
Otra línea de conflicto, ahora entre pupilo y mentor, enfrenta el racionalismo a la pura e inexplicable inspiración. A la segunda, que en su caso toma la forma de visiones religiosas, Ramanujan le da el nombre de Dios. La película termina con el muy ateo Hardy al borde mismo de la conversión, tras el paso fatal del ventarrón del melodrama. De perdonar o no ese pecado (el de la conversión, se entiende) dependerá la apreciación final que se tenga de El hombre que conocía el infinito.