Más que una película sobre matemática, la segunda película de Matt Brown es un típico exponente del género inspiracional, el más propenso a reunir lugares comunes y desestimar el espíritu científico
Nada más estimulante que una película que intente narrar la aventura del conocimiento. En un período bastante oscurantista y disociado del esfuerzo que requiere entender una ciencia, películas como El Código Enigma, La teoría del todo y en esta ocasión El hombre que conocía el infinito a veces prodigan algunos pasajes en los que resplandece el trabajo de la inteligencia para comprender el funcionamiento del mundo.
Ni la relevancia del tema ni la proeza conjetural de un genio garantizan una buena película, pero sí una introducción amateur a una zona del saber. A quien no esté inmerso en el poco popular universo de las matemáticas, Srinivasa Ramanujan le resultará un desconocido con nombre de gurú indio. Este matemático autodidacta nacido en el país de Tagore, quien creía que sus intuiciones se las dictaba una diosa del hinduismo, fue un crack entre los suyos. No escribió Principia Mathematica, pero sus contribuciones a la teoría de los números y en especial en lo concerniente a las fracciones continuas lo sitúa en el panteón de las ciencias exactas a pocos metros de Isaac Newton.
El film de Matt Brown ilustra la historia del joven indio: arranca con su casamiento en Madrás en 1909; sigue su ulterior partida a Europa sin su familia, un poco antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, para instalarse en Cambridge y trabajar junto a G. H. Hardy en el Trinity College, en una comunidad académica bastante hostil a extranjeros provenientes de una colonia; el biopic culmina con su temprana muerte a los 32 años, debido a una (dudosa) tuberculosis.
Vida intensa y sufrida la de Ramanujan, filmada como si fuera una telefilm didáctico con el objetivo de impartir valores trascendentes sobre la amistad, la tolerancia, la abnegación y la fe, en el que la pasión matemática es apenas un esbozo o una cuestión de fórmulas inaprensibles que se recitan como mantras que solamente una secta de aristocráticos puede sopesar.
También adolece de cualquier atisbo de trabajo sobre sus materiales cinematográficos. La omnisciente musicalización, los desmañados movimientos de cámara y el énfasis dramático con el que se empeña en explotar la enfermedad y la “desgarradora” situación amorosa de Ramanujan son pruebas de una ostensible condescendencia en la forma de imaginar la vida de un hombre e intentar filmarla.
El científico puede afirmar que “Una ecuación para mí no tiene sentido, a menos que represente un pensamiento de Dios”, pero el cineasta se queda con eso, como si el pronunciamiento explicara exhaustivamente la psicología del genio y se resolviera ahí la tensión entre la religión y la ciencia. A El hombre que conocía el infinito le falta todo: la capacidad para formular preguntas, el espíritu científico para indagar la apasionante relación entre la imaginación y los conceptos y la sensibilidad cinematográfica para hacer justicia a la vida de un hombre notable.