En los últimos años la producción cinematográfica se concentra en determinado tipo de filmes que aspiran a arrasar con los premios en la temporada de Oscars, Bafta, Golden Globes y otros.
Sin dudas “El hombre que conocía el infinito” (Inglaterra, 2015) es una de esas producciones que intenta encajar a fuerza de una fórmula clásica, una historia lacrimógena y un elenco con grandes nombres que enfatizan sus aspectos más obvios para alcanzar esa meta anteriormente mencionada.
El filme de Matt Brown, bucea en la relación que se dio entre un mentor y un matemático en un momento en el que el “otro” era completamente alejado y aislado de aquellos lugares en donde el conocimiento se concentraba.
Enfocando el relato en el joven Srinivasa Ramanujan (Dev Patel), y sus denodados esfuerzos por encajar en el mundo de la ciencia inglesa hacia comienzos del siglo XX, “El hombre que conocía el infinito” narra el derrotero de éste por conseguir el reconocimiento necesario sobre algunos trabajos que desarrolló en su India natal.
Contactándose con el profesor Hardy (Jeremy Irons), un excéntrico profesional que alberga en sí ideas de conciliación y unión, pero que es observado por el resto de la comunidad científica con recelo, entre ambos se conjugará una perfecta comunión que los llevará a consagrar a ambos en su ámbito.
Así, la película desarrolla un discurso políticamente correcto sobre la aceptación del otro, el acercamiento al diferente, para aceptarlo y, de alguna manera poder así evitar el conflicto de clases en el propio seno de la Universidad que controlaba el conocimiento por ese entonces.
Dejando su vida en India, y en su viaje a Inglaterra para ser aceptado, el joven va transformando algunas de sus más arraigadas costumbres, aggiornando otras, y retransmitiendo a sus colegas la pasión por hacer aquello que uno sabe que lo llevará a un lugar del que nadie podrá sacarlo
“El hombre que conocía el infinito” trabaja en un primer momento con el acercamiento al diferente desde la incorporación de la “otredad” como un componente exótico para poder afianzar el relato sobre la “normalidad” y el vector sobre el cual debe construirse el saber.
Justamente en ese punto en donde el filme pierde fuerza, porque deja de lado, por ejemplo, la relación con su mujer, el trayecto en el que viaja hacia Inglaterra hacinado en un bote, y prefiere profundizar la enfermedad que luego contrae en el medio de la antesala de la guerra.
Si “El hombre que conocía el infinito” intentaba, a partir del carisma innegable de sus protagonistas potenciar el relato, en la falta de convicción de la historia, algo que estaba presente en el libro del mismo nombre en el que se basa, y en el olvido de aspectos que era necesario aclarar y reforzar, como la religión, la fe, y el amor del protagonista, la tarea está cumplida.
Pero como seguramente esto no es así, su narración, sin ambiciones ni un horizonte claro, termina por naufragar entre los miles de cálculos que conformaron la teoría de los números primos, aquella que, desde el espíritu autodidacta del joven, terminó por configurarse como una de las más importantes de la matemática y la ciencia.