Fantasmas en el paraíso
Como el buey que, en las primeras escenas, se suelta de la cuerda que lo sujeta a un árbol para largarse a correr por el campo, también Apichátpong Weerasethakul (1970, Bangkok, Tailandia) parece querer desprenderse de los moldes para echarse a reflexionar libremente sobre la vida y la muerte, cautivado –como el animal– por presencias misteriosas que intuye cercanas.
El hombre que podía recordar sus vidas pasadas tiene más de Tropical malady (2004) que de Syndromes and a century (2006), al menos por el insinuante influjo de la naturaleza, aunque en este caso se torna más transparente el aire a cuento, meditabundo y candoroso. No porque se trate, desde ya, de un relato en el sentido clásico, sino por su atmósfera levemente irreal y por la manera con la que juega con sus personajes: el tío Boonmee del subtítulo (que sobrelleva con resignada calma una enfermedad), sus parientes y una suerte de enfermero que lo atiende. Algunos de ellos están vivos y otros no, como el hijo, que reaparece con el aspecto de una criatura extraña, especie de simio de ojos temerariamente brillantes. En honor a las series televisivas que veía de chico, el director no recurrió a efectos sofisticados para recrear a los seres inmateriales que intervienen con naturalidad en el mundo de los vivos. La historia, en tanto, a veces se disgrega o se desmembra en otras laterales, como la de una princesa sin amor, tal vez una de las vidas anteriores de Boonmee.
Si bien Weerasethakul no desestima el humor y se regocija con ciertos tópicos del cine de terror, casi toda la película es la sucesión de apacibles conversaciones y circunstancias cotidianas vividas por estos personajes en la casona de Boonmee, rodeada de una vegetación pletórica de verdes e insuflada de rumores de grillos. El agua, los árboles y la luna parecen ejercer su magia no sólo sobre la vida de esta gente de mirada mansa, sino también sobre el mismo film.
La calidad de la composición y de la fotografía, y la sobrecogedora delicadeza de algunos planos (que merecerían ser apreciados en fílmico y en una pantalla de cine), no son méritos aislados, sino que responden a una idea de belleza que se desprende de una valoración de la vida con sus misterios y en sus distintas formas. Después de una caminata, la hermana de Boonmee sorbe algo de miel con sabor a tamarindo y maíz, y confiesa “Esto es el paraíso”. Abrir la ventanilla de un coche en movimiento para percibir el aire fresco, o sentirse reconfortado por un abrazo, o por curaciones que se parecen mucho a caricias, sirven de contrapeso a los sentimientos de culpa (por haber matado personas y también insectos) o al miedo a lo desconocido (como cuando los personajes se internan agitados en una gruta de piedras refulgentes) e incluso a la muerte.
Resonancias de leyendas orientales y remotas creencias se interponen en la trama: un ejemplo es el episodio de la princesa que, escoltada por cascadas de agua cristalina, se interna en el agua y es seducida por un extraño pez, en una de las secuencias más hermosas del cine reciente.
En su último tramo, y poco después de la repentina irrupción de una serie de fotos fijas (ya antes Boonmee había intentado comunicarse con un fantasma a través de su cámara fotográfica), El hombre que podía recordar sus vidas pasadas, Palma de Oro en el Festival de Cannes 2010, cambia ligeramente de registro: un joven monje intercambia bromas con una tía y su sobrina, tras lo cual se pega una ducha tibia, cambia su túnica por remera, jeans y zapatillas, y resuelve ir a comer algo a un bar, generándose un clima de confianza y cierta sensualidad que deriva en un simpático viraje a lo mundano. Antes queda mirándose a sí mismo, con la misma extrañeza y fascinación con las que los espectadores los miramos a ellos.