Noche transfigurada
El film de Weerasethakul propone aguzar los sentidos, abrirse al misterio, estar dispuesto a descubrir lo mítico y lo maravilloso allí donde en apariencia sólo se encuentra la realidad cotidiana.
En ese magnífico libro de viajes que es Un bárbaro en Asia, de Henri Michaux (traducido por Jorge Luis Borges), el poeta francés, después de detallar su admiración por el teatro y el cine del Lejano Oriente, escribe: “El argumento es lo de menos. Muchos son semejantes. Lo mismo la historia de los pueblos (en todas partes semejantes) importa poco. La manera, el estilo, cuentan, y no los hechos. Un pueblo del que nada se sabe o que ha robado todo a los demás tiene propios sus gestos, su acento, su fisonomía..., sus reflejos que lo traicionan”. Frente a El hombre que podía recordar sus vidas pasadas, el extraordinario film tailandés de Apichatpong Weerasethakul, ganador de la Palma de Oro del Festival de Cannes 2010, conviene acercarse a la manera de Michaux: con la sensibilidad abierta, sobre todo, hacia los modos de expresión, los gestos, el estilo. Así se encontrará entonces la singularidad absoluta de esta obra, que no se parece a nada que no sea la propia obra previa del director, conocida hasta ahora solamente a través del circuito de festivales.
Lo primero que impresiona de El hombre que podía recordar sus vidas pasadas es su tono, suave y delicado como un susurro, y sus tiempos, de una serenidad que no admite urgencias. Las imágenes y sonidos iniciales son elocuentes al respecto. En una selva habitada por una pequeña sinfonía nocturna de pájaros e insectos, un buey –al que la cámara filma como si se tratara de un ser humano– se altera, intuye una presencia. Hay algo allí, en la oscuridad, que lo inquieta, como si toda la naturaleza estuviera vibrando de pronto al unísono... Y el espectador no puede sino percibir también esa inquietud, que poco a poco irá cobrando forma.
Compuesto de una serie de episodios independientes –visiones, recuerdos, apariciones– pero a la vez relacionados entre sí de una manera muy orgánica, como si fueran ramas de un mismo árbol, el film de Weerasethakul tiene como tronco la figura del Tío Boonmee, un hombre que presiente el final de sus días. Boonmee padece una insuficiencia renal aguda, pero no da la impresión de temerle a la muerte. En tanto budista, cree en la reencarnación y la transmigración de las almas. Disfruta de su parcela de tierra fértil en medio de la selva, que parece tan dulce como la miel y los tamarindos que cultiva. Y espera pacientemente su final. Pero algo perturba, sin embargo, a Boonmee, que sigue siendo un hombre joven para morir: su mal karma quizá se deba a que en el pasado mató “a muchos comunistas”. Lo dice apenas como al pasar, pero aquí se hace presente una vez más –como en buena parte de su obra previa– esa capacidad que tiene el director de inscribir en sus films una suerte de “notas al pie” con las que evoca la historia reciente tailandesa, en este caso la represión que, durante los años ’70, se cobró centenares de víctimas entre estudiantes e intelectuales, a manos del régimen militar de Bangkok.
Alrededor de Boonmee se mueven otros personajes, tan reales como fantásticos. Es el caso de su mujer y de su hijo, fallecidos hace muchos años, pero que en una apacible cena familiar, en esa casa recostada sobre la espesura de la jungla, se sientan de pronto a su mesa, a compartir sus alimentos y recuerdos. La esposa, Huay, tiene casi el mismo aspecto que cuando murió, reconoce Boonmee, pero su hijo, en cambio, reaparece como una suerte de hombre mono, un extraño, ingenuo fauno de ojos rojos. “El cielo está sobrevalorado, no hay nada allí”, dice Huay. “Los espíritus no se aferran a los lugares sino a la gente, a los vivos.”
El fantástico incorporado a lo cotidiano produce un poderoso efecto de extrañamiento: los personajes se desdoblan frente a sí mismos y sus ánimas comienzan a vagar por la pantalla, con humor incluso, como ese monje budista que –en el episodio final– se desprende de su propio cuerpo para abandonar la meditación y salir a comer algo. Por qué no.
En El hombre que podía recordar sus vidas pasadas vibra una idea consustancial a su propio medio de expresión: el cine como usina de fantasmas, como máquina del tiempo, como un instrumento capaz de preservar el pasado y proyectarlo hacia el futuro. Es el caso, por ejemplo, del episodio de esa princesa preocupada por la pérdida de su belleza, que se mira en un espejo de agua como si viera en una pantalla el reflejo de lo que fue su juventud. O el del propio Boonmee, cuando se interna con su familia en esa caverna de sueños olvidados y reconoce el cálido brillo de sus paredes: “Es como un vientre, aquí nací, no sé si como hombre, mujer o animal”, murmura. Si hay algo que propone el film de Apichatpong Weerasethakul es aguzar los sentidos, abrirse al misterio, estar dispuesto a descubrir lo mítico y lo maravilloso allí donde aparentemente sólo se encuentra la más crasa realidad cotidiana.