El cine y sus fantasmas
El fin de semana llegó a nuestra ciudad, en un solo complejo (el único que, muy de tanto en tanto, se anima a estrenar alguna película de otra latitud que no sea norteamericana: el Showcase – el 16 de junio se estrenará además en el Cineclub Municipal Hugo del Carril-), uno de los mejores filmes que podremos apreciar este año: El hombre que podía recordar sus vidas pasadas, del joven pero prestigioso director tailandés Apichatpong Weerasethakul, ganador con esta película de la Palma de Oro del Festival de Cannes 2010, acaso la máxima distinción a que pueda aspirar una obra cinematográfica. Poco importan, empero, los premios que haya obtenido (este año el mismo galardón quedó en manos de una película bastante menor, según los mejores críticos), sino la experiencia de enfrentarse a éstas imágenes por cierto subyugantes, plenas de misterio no tanto por su temática (el budismo “theravada”) sino por su forma cinematográfica, su capacidad única de condensar cierta esencia del llamado séptimo arte: “El cine como usina de fantasmas” tituló su comentario el crítico Luciano Monteagudo, quien como otros (Eduardo Russo, Sergio Wolf, por ejemplo) supieron ver la íntima relación entre la obra de Apichatpong y la “naturaleza espectral” del cine, aquella característica que lo distingue por sobre todas las artes, vale decir: su capacidad de “atrapar” el mundo real para después proyectarlo (duplicado, espectral, transformado en fantasma) en una pantalla.
El cine de Apichatpong (como el de Pedro Costa, otro creador de fantasmas) es entonces un cine del misterio, pero no por su cualidad metafísica (que lo podría ligar erróneamente a un misticismo new age, a la apropiación fetichista que cierto sector de Occidente hace de las religiones orientales), sino por su naturaleza, que es la misma naturaleza del arte cinematográfico. El tío Boonmee (como comienza su nombre original), por lo demás, es sí un filme con una temática metafísica, pero desprovisto de toda voluntad trascendental, de toda impostura o gravedad: más bien, es un filme que expone una tradición cultural, incluso ciertos mitos budistas o leyendas tailandesas, del modo más honesto posible, con la naturalidad de quien se narra a sí mismo. Su protagonista central es Boonmee, hombre que se acerca al final de su vida: sus riñones están funcionando mal hace tiempo, y la enfermedad avanza con inclemencia. Apartado en una granja que regentea en medio de la selva, Boonmee recibe la visita de sus seres queridos, primero su cuñada y su sobrino, aunque luego aparecerán su esposa ya fallecida y su hijo desaparecido, transformado ahora en un ánima del bosque, con el aspecto de un mono grande, de centellantes ojos rojos. Como budista, Boonmee no se asustará de las apariciones, pues (al igual que el filme) cree en la reencarnación y la transmigración de las almas, por lo que todo el fenómeno se vivirá de un modo natural, aunque las visitas ratifican quizás la cercanía de la muerte. Sólo una cosa parece preocupar a Boonmee: su karma, que él relaciona con los asesinatos que cometió contra comunistas, en una de las sutiles (y virtuosas) inclusiones del contexto político e histórico de Tailandia en el filme (como la aversión que los personajes muestran hacia los extranjeros). Más adelante, el filme narrará la leyenda de una princesa que, angustiada por el paso del tiempo y la pérdida de su belleza, encontrará consuelo en un pez de un pequeño lago, con el que terminará haciendo el amor. Nada hay, empero, de perverso ni manipulador en la puesta en escena de Apichatpong; más bien se trata de una apropiación poética del mundo, con una visión animista (y amorosa) de la naturaleza, que se ve reflejada en una belleza inusual, propia de un esteta consumado. El último tramo de la película encontrará a Boonmee internándose en selva, guiado por el espíritu de su esposa hacia una hermosa caverna, donde reconocerá haber nacido en otra vida, quizás como animal o humano, pero en la que encontrará en definitiva su muerte.
Hipnótica y sorprendente, de una belleza subyugante, el filme de Weerasethakul se resiste a cualquier interpretación lineal o definitiva, pues hace del misterio y la incertidumbre su centro excepcional, desde el cual se expanden decenas de lecturas, algunas tal vez indescifrables para nosotros. Lo importante, en todo caso, no es tanto su intelección racional como la experiencia sensorial de enfrentarse a ese mundo seductor, pleno de colores y sonidos: la utilización virtuosa de la luz natural descubre en cada plano un mundo de tonalidades, los sonidos de la selva componen una sinfonía excepcional, capaz de trasladar al espectador la experiencia de habitar ése espacio. Los planos medios y generales, que dominan casi todo el filme, constituyen su poética: un discurso ciertamente amoroso, capaz de abrirnos hacia un universo nuevo, a una experiencia con la naturaleza legítimamente misteriosa, donde no hay lugar para el exotismo cool, ni para el falso espiritualismo, sino para el simple deslumbramiento ante la existencia en la tierra.
Por Martín Ipa