El cine de la transición
Cualquier contacto con la obra del tailandés Apichatpong Weerasethakul implica para el espectador –sea o no cinéfilo- una experiencia cinematográfica en sí misma que por su radical propuesta para cierta tendencia de críticos resulta excesiva y tediosa y para un puñado -entre los que me suscribo- hipnótica, trascendente e imborrable.
No es fundamental para disfrutar del universo del realizador de Tropical malady tratar de entender una historia o relato que en esencia parte de la idea de la deconstrucción y que, por lo general, se reduce a una anécdota de la que crecen o emergen distintas raíces narrativas, las cuales abarcan tanto la coexistencia de lo onírico, lo mitológico y lo abstracto en una constante búsqueda de un lenguaje cinematográfico único y personal.
Siempre es recomendable dejarse llevar por el devenir de las imágenes evitando conscientemente la tendencia a ordenar desde una lógica narrativa o lineal para perderse en los vericuetos de la abstracción como cuando se está en presencia de un cuadro. Justamente, el tailandés nos invita a extraviarnos en la pantalla y fluir al ritmo de sus pausas, acciones mínimas, exquisitos tiempos muertos y fusión de dimensiones.
Superado el tránsito de la explicación, entonces lo único plausible es comenzar a descubrir -junto a los personajes- un viaje transformador que se apoya en la idea del extrañamiento -del término extranjero en materia conceptual- donde la agudeza de los sentidos se pone en juego.
Puede decirse que el esteticismo de Apichatpong Weerasethakul no es un fin sino un medio para llegar a expresar poéticamente ideas superadoras a partir de la conjunción de la composición de la imagen o sus elementos plásticos y el cuidadoso tratamiento de la luz y las sombras. La imagen y su reflejo son lo mismo en su cine así como el fondo y la superficie en que muchas veces aparecen mimetizados personajes con paisajes, con una fuerte presencia de la naturaleza y lo selvático en plena conjunción con lo instintivo, sumada la transformación de los cuerpos y las formas fiel a sus capas simbólicas o mitológicas donde irrumpen leyendas ancestrales en un presente puro.
El hombre que podía recordar sus vidas pasadas, film por el que obtuvo el reconocimiento en el festival de Cannes y que dividió las aguas entre crítica y público, continúa con la senda de la sorpresa al sumergirnos en la transición de la vida hacia la muerte a partir del punto de vista de un hombre enfermo, a quien cuida un sobrino, su esposa y lo van a visitar –y a buscar por qué no- los espíritus de sus vidas pasadas. Sin embargo, ese tránsito de un plano al otro resulta imperceptible en el escenario construido a conciencia por el director apelando al poder sugestivo de su puesta en escena, a un minimalismo rabioso y sensibilidad fuera de lo común que guarda absoluta coherencia con su filmografía anterior.
Como se decía anteriormente la virtud del film es el planteo de la coexistencia de realidades que encuentra su mayor expresión en la incorporación de los espíritus a la realidad con la misma carnadura que la de sus personajes sin caer en clichés ni sobredimensión de lo fantástico.