El hombre que podía recordar sus vidas pasadas

Crítica de Sebastián Nuñez - Leer Cine

¡ES UN HOMBRE DISFRAZADO DE MONO!

La ganadora del premio máximo en el último festival de Cannes se presenta en el circuito comercial local y brinda la posibilidad de acercarse a uno de los cineastas que más ruido y alabanzas ha despertado en los últimos años. ¿Un autor novedoso o un director más entre los muchos que transitan los circuitos de exhibición alternativa? ¿Una film misterioso o una película arbitraria?

Si pasamos por alto que Tropical Malady, película anterior de Apichatpong Weerasethakul, fue exhibida en el Malba el pasado año, es recién ahora, con El hombre que podía recordar sus vidas pasadas, que el festejadísimo director tailandés llega a las pantallas argentinas por fuera del ámbito del BAFICI. Es por esto entonces que este estreno comercial ordinario es saludado como uno de los grandes eventos cinematográficos del año, como un hecho cultural importante, ya que finalmente el público masivo tendrá ahora más chances de acceder a la obra de un director que en el mundo viene siendo premiado y celebrado como la última gran novedad de oriente, esa zona del mundo que tanto impactó en la ultima década y media a la crítica de cine occidental (por cierto, ya es hora tal vez de revisar algunos nombres y obras de este “fenómeno oriental”, separar la paja del trigo y ver qué queda realmente como valioso y relevante ahora que ya ha pasado un buen tiempo desde la euforia inicial del descubrimiento).

Este evento destacado merece entonces un abordaje particular, que se da ante cada estreno de una cinta de este tipo, e incluye en primera instancia una especie de actitud protectora que deriva en una serie de avisos para el público. O sea que más allá de la lectura que se hace de la película, es necesario avisarle a los posibles espectadores que verán algo distinto a lo que están acostumbrados, que tendrán que suspender la lógica adquirida mediante las formalidades narrativas del cine norteamericano, y que deberán estar dispuestos a dejarse seducir por este objeto estético distinto. Podrá decirnos alguien que lo que deberíamos hacer aquí es una crítica de la película y no una nota sobre la manera en que es recibida o tratada por los especialistas, y es verdad. Pero por algún lado hay que empezar, y creemos que es importante hacerlo por aquí y de esta manera, ya que así arribamos a un punto fundamental: la supuesta novedad de las formas narrativas y de puesta en escena que emplea Weerasethakul, algo que creemos totalmente falso. Si bien es innegable (por obvio) que una película como El hombre que podía recordar sus vidas pasadas no se parece en nada a la mayoría de los estrenos comerciales, es igualmente innegable (¡y también obvio!) que los tiempos empleados en la duración de los planos, la fijeza de los mismos, y la total ausencia de progresión dramática no pueden ser considerados a esta altura como algo nuevo (una valor ya de por sí bastante sobrevaluado). Desde hace décadas que existen propuestas que intentan romper con la narración más clásica, y sin necesidad de irnos tan lejos, cualquiera que asista al BAFICIi puede encontrar cientos de propuestas que tienen más que ver con las maneras empleadas por este director tailandés que las usadas por el cine de mayor distribución. Probablemente Weerasethakul sea un poco más extremo, y además sume ciertos aspectos que devienen de su propia identidad cultural y nacional, pero eso no es suficiente para decir que lo suyo es algo “nuevo”, “original”, “distinto”, porque además –es hora de decirlo y aceptarlo- así como existe una serialización y estandarización en el cine mainstream, hay también una uniformidad en las propuestas denominadas “alternativas”, “arriesgadas”, o vaya uno a saber cómo, y que encuentran su lugar en los festivales y circuitos alternativos. Que a ellos asista menos público que a las redes comerciales nada importa a la hora de emitir un juicio estético, ni vuelve más novedosa a ninguna película.

Decíamos además que la novedad (que para colmo acá no es tal) como valor está sobrevaluada, porque en definitiva lo que importa –lo que importó siempre y que seguirá importando cuando el último director del país más remoto sea descubierto como el nuevo genio del cine- es el para qué de las elecciones estéticas. Así que dejemos de lado si El hombre que podía recordar sus vidas pasadas puede representar una experiencia novedosa o no, y vayamos a ella (siempre hay que ir a las cosas, decía alguien), tratemos de penetrar su superficie, de leerla, de ver cuál es el fondo o el centro de esta historia en la que un hombre enfermo espera su muerte en el norte de Tailandia, junto a su sobrino y su nuera, y ante la aparición de su mujer muerta y de su hijo, perdido hace muchos años, que vuelve convertido en una especie de simio de ojos rojos brillantes. Estos últimos personajes aparecen como si nada, en medio de una charla, y no generan ningún tipo de pico dramático, sino que tal situación nos es mostrada casi con total normalidad. A partir de allí se irán sucediendo diferentes situaciones tan particulares como esta (en realidad desde antes, porque la secuencia inicial ya lo era) y que son mostradas también con el mismo estilo. No hay tampoco necesariamente una relación causal lógica entre las situaciones que van surgiendo. Ante esto –más allá del extrañamiento, fascinación o aburrimiento que puede generarnos- nos preguntamos por su sentido, o su fin para ser más exactos. Como es inevitable frente a un arte representativo, nos preguntamos si lo que vemos es parte de un algo más que no podemos ver en su totalidad y necesitamos completar por nuestra cuenta. Y es en esta instancia donde lo misterioso se presenta. Sin embargo cuando lo que se nos presenta a la vista es burdo, simplemente charlado, cerrado en sí mismo, y desde su primera aparición delata su total otredad para remarcar una diferencia ontológica con respecto a lo real-cotidiano (en este caso los personajes humanos vivos, por decirlo de alguna manera) el resultado nunca es misterioso, sino una alegórico y arbitrario. Y aburrido, desde ya. No hay nada de misterioso en esta película, sencillamente porque desde un primer momento se deja al descubierto que cualquier cosa es posible, que puede aparecer todo tipo de criatura, que pueden suceder hechos sin necesariamente responder a una sucesión lógica y que el plano de lo real- cotidiano será todo el tiempo interferido por otros planos (¿fantásticos?, ¿míticos?, ¿místicos?, cualquiera puede ser, por eso no es ninguno). Es como que se le avisa al espectador que va a ver algo raro y misterioso, sin generar suspense (herramienta fundamental del cine en este sentido). Por eso el misterio jamás puede hacerse presente.

El punto más claro al respecto es aquella secuencia en la que una princesa es poseída por un pez. Notamos que tal situación sucede en otra época a la que vive el protagonista. Posiblemente -no es seguro- estemos presenciando algún acontecimiento de alguna de sus vidas pasadas, pero poco importa ello porque la secuencia está concebida de tal manera que adquiere un peso propio que la aísla del resto (procedimiento común en toda la película). Lo que esta secuencia intenta es injertar en medio de la película un episodio mítico puro, y como tal intención siempre falla en las artes plásticas, y en el cine en particular, tal relato cae en una simple ilustración, en una alegoría que fija un episodio mítico concreto del cual es imposible extraer un sentido concreto, y menos aún si buscamos que tenga algún tipo influencia sobre la totalidad de la película.

Es por esto que además resulta tan complicado encontrar en alguna de las críticas elogiosas producidas alrededor del mundo una mirada que ensaye una lectura o un abordaje hermenéutico más o menos serio. Todas se quedan en la descripción de una supuesta novedad y de un supuesto halo misterioso (quien quiera ver qué es lo misterioso y cómo se pueden juntar lo mítico y la realidad-cotidiana en un relato cinematográfico deberá remitirse, por ejemplo, a La última ola, de Peter Weir); no si antes mencionar que hay referencias a la vida, la muerte, la reencarnación, el budismo, la naturaleza. Esas cosas son mencionadas, pero el asunto es ver cómo son tratadas, y mediante que símbolos de la puesta en escena esas cuestiones se van desarrollando.

En definitiva la película de Weerasethakul es una seguidilla de ideas que se hilvanan de manera arbitrarias en busca de Dios sabrá qué efecto sensual, sensitivo, o físico. Y ahí ni siquiera queda lugar para la polémica. Alguno podrá decir que se siente fascinado por la superficie de esas imágenes raras e inusuales; otros, que caen en el tedio ante tanta arbitrariedad y lentitud. Lo seguro es que en definitiva nadie podrá ir más allá de esas consecuencias físicas, porque la película en sí que no ofrece nada más allá de su superficie. Un hombre que aparece burdamente disfrazado de mono no es ningún misterio. ¡Es un hombre disfrazado de mono!