“¿Querés mi alma?”, le pregunta Sam al artista plástico Jefrrey Godefroy luego de que éste le diga que a veces se siente Mefistófeles. “No”, responde, y remata: “Quiero tu espalda”. El diálogo transcurre en los primeros minutos de El hombre que vendió su piel, y planta la semilla alrededor de la que crecerán los dilemas éticos, morales y sentimentales de ese muchacho que huyó de Siria y, un año después, se gana la vida en un criadero de pollos en Bélgica.
Sam (Yahya Mahayni, ganador del premio a Mejor Actor en la sección Orizzonti del Festival de Venecia de 2020) conoció a Jefrrey luego de entrar a una galería de arte con el único objetivo de robar comida. Lejos de los retos esperables, el artista encuentra en su mirada desamparada una motivación para elegirlo como protagonista de su última creación, catapultándolo al ojo mediático internacional.
Es que la obra consiste en, básicamente, tatuar en la espalda de ese refugiado flojo de papeles una visa de ingreso a Europa, con la promesa de recibir una jugosa cifra de dinero a cambio. Eso sí, durante largo meses deberá permanecer quieto en un museo exhibiendo su espalda, como si fuera un David que porta, en lugar de un cuerpo perfecto, un pase que le permitiría a millones huir de la guerra.
Nominada al Oscar a Mejor Película Internacional el año pasado, El hombre que vendió su piel propone un relato que pendula entre los crecientes conflictos internos de Sam, las repercusiones de asociaciones de refugiados y ONG’s que ven en esa obra un acto de explotación y el retrato descarnado del mundillo del arte moderno, con sus millonarios con ínfulas filantrópicas gastando millones en obras difíciles de explicar (hay algo de eso en The Square, de Ruben Östlund, también nominada en la categoría internacional del Oscar).
La mirada por momentos siniestra del arte contemporáneo se contrapone con la fragilidad de Sam, un hombre al límite de su resistencia, víctima de mil contradicciones internas y quien, para colmo, se muda al mismo país donde lo hizo quien era su novia al momento de huir de Siria. Una subtrama romántica algo forzada, pero que ancla al film en un terreno mucho más cálido que la frialdad despersonalizada de las galerías de arte. No por nada la asistente del arista (una blonda Monica Bellucci) parece un robot destinado únicamente a cumplir órdenes y controlar al desnorteado Sam.
Aunque por momentos dispersa en su núcleo dramático, El hombre que vendió su piel despliega un abanico de cuestiones que reverberan incluso después de los créditos: el valor de la vida en tiempos de mercantilismo extremo, la brutal desigualdad (en términos de poder y posibilidades) generada por el solo hecho de haber nacido en el lugar incorrecto en el momento menos indicado y los límites del ser humano ante situaciones extremas. Un extremismo quieto que se exhibe en vivo y en directo a quien quiera verlo en un museo.