Nominada al Oscar del año anterior, esta divertida y provocadora película de una directora tunecina, Kaouther Ben Hania, cruza el drama de los refugiados sirios con una crítica mordaz al mundo del arte y su inagotable snobismo. Capaz de encontrar en la desgracia de un escapado de la guerra, Sam Ali, un lienzo humano que será expuesto en museos como un cuadro más.
Enamorado en su país de una mujer de clase alta, Sam proclama su amor como revolución de la libertad y termina preso, por un régimen que considera peligrosa esa palabra, y se encuentra en plena escalada bélica. El hombre logra escapar al Líbano, donde subsiste colándose en inauguraciones para comer y beber gratis.
Allí llama la atención de Soraya (Mónica Bellucci), que trabaja con un artista visual de moda. Lejos de echarlo, le proponen un contrato muy particular. Conseguirle la visa para llegar a Bruselas, donde ahora vive su enamorada, y un porcentaje de las ganancias, a cambio de... su espalda. De tatuarle una obra en la espalda. Precisamente, la visa Schengen, la que permite entrar de manera legal a los países de la Unión Europea.
Así es como el drama social, con trasfondo romántico, deriva en una sátira bastante ácida hacia el mundillo del arte, con no pocas situaciones que exploran los límites del absurdo. El horror de la cárcel, la represión y la guerra frente al mundo lindo del caviar y los salones perfumados.
Un hombre expuesto en una sala de museo, iluminado como un cuadro más, remite a las exposiciones universales de principios del siglo XX, en las que se exhibían indígenas entre otros exotismos, o al tráfico de personas, pero a la vez resulta verosímil como situación contemporánea. ¿Por qué no denunciar las injusticias de la guerra y los refugiados en la más viva de las artes, la piel de un ser vivo?
El hombre que vendió su piel es entretenida, efectiva y obviamente mantiene el interés en alto, hasta un final con giros acaso discutibles. Sin cargar las tintas hacia la caricatura, nunca del todo, la película recuerda a The Square, de Ruben Östlund que también fue nominada al Oscar y se metía, con tono más serio e intelectual, con el mundo del arte.
Que esté inspirada libremente en Tim, una obra de arte original tatuada por Wim Delvoye, y vendida a un coleccionista privado en 2008, no hace más que sumar interés.