El hombre que vendió su piel

Crítica de Mex Faliero - Funcinema

UN CUERPO NO ES SOLO UN CUERPO

El de los refugiados es uno de los principales temas de la industria del cine europeo contemporáneo, especialmente en películas producidas por cinematografías periféricas a las de los países centrales, aunque con aportes de ellos. Tal es el caso de El hombre que vendió su piel, película tunecina que cuenta además con capitales de Catar y Chipre, pero especialmente de Francia, Alemania, Bélgica y Suecia. Dramas que se pasean por festivales internacionales (esta ganó dos premios en el Festival de Venecia) exhibiendo las miserias del capitalismo y el pesar de los desprotegidos, pero que nunca terminamos de descubrir si lo hacen por una preocupación real o por mera especulación. O para sacudir la culpa biempensante de los capitalistas ricachones del cine: porque a veces esa apuesta por desenmascarar una hipocresía se termina ejerciendo con otra hipocresía. En todo caso la película de Kaouther Ben Hania no es ingenua e intenta reflexionar sobre esto, porque fundamentalmente es el arte uno de sus temas de interés.

Basándose libremente en un hecho real, la directora sigue a un refugiado sirio que termina convirtiendo su espalda en una obra de arte firmada por un prestigioso artista conceptual: el tatuaje que le aplican es una de esas visas con las que los extranjeros pueden recorrer toda Europa sin que ninguna burocracia los detenga. La ironía que trabaja Ben Hania es que mientras el ciudadano está impedido de cruzar las fronteras de los países, el ciudadano convertido en obra de arte puede recorrer el mundo sin problemas. Así la directora, no sin un dejo de humor asordinado, ofrece un reflejo del mundo que tiene como principal objetivo la banalidad del arte (y del mundo que lo rodea: artistas, merchants, coleccionistas, meros curiosos que merodean museos) cuando quiere volverse reflexión política. En eso, El hombre que vendió su piel es como una película de Cohn y Duprat, pero sin lo misántropo: la directora quiere un poco a sus personajes y, en un giro final, les otorga algo de humanidad.

Hay algo interesante en la película, centrada en ese cuerpo que se convierte en otra cosa. Y no cualquier cuerpo, el cuerpo de un refugiado: la idea de pensar en ese individuo como “un refugiado” es también despersonalizarlo, volverlo un símbolo. Y Sam Alí, el protagonista, decide ser por su propia cuenta y por encima de lo simbólico para convertirse -sin querer- en otro símbolo. Ese es el verdadero dilema de la película, que a su vez padece el mismo conflicto que su personaje: una subtrama un poco deshilachada introduce un drama romántico, que carece del peso dramático de la trama principal y se resuelve banalmente. Tal vez Kaouther Ben Hania no confió del todo en el material que tenía entre manos o quiso anclar su película a un territorio más universal, con el que cualquier espectador pudiera empatizar. Lo cierto es que no todo encaja fluidamente y la película se balancea entre momentos de interés y otros que resultan demasiado convencionales.