Jacques Tati ha sido uno de los más grandes humoristas que ha dado el cine, pero además fue una suerte de poeta del paso de comedia. Su impronta personal, a través de su alter ego Monsieur Hulot, era desarrollar historias en las que los gags eran prodigios de coordinación entre el contexto, los personajes y su espigada y caricaturesca humanidad. Una meticulosa torpeza, combinada con candor y ternura, terminaban produciendo una gracia irresistible. Pero además Tati tenía una mirada levemente sarcástica del mundo que lo rodeaba, y eso quedó plasmado en películas fuera de serie como Playtime y Trafic. En El ilusionista, film que nada tiene que ver con el excelente film de Neil Burger con Edward Norton, el director Sylvain Chomet retoma un guión del comediante y cineasta francés que nunca fue rodado y lo traslada al terreno de la animación con fascinantes resultados. Fundamentalmente este recurso le sirvió para revivir de alguna manera a Jacques Tati, quien a través de sus inspirados trazos vuelve a mostrar esa fisonomía inconfundible.
Chomet tiene como antecedente insoslayable esa maravilla del género llamada Las trillizas de Belleville, una obra de animación única en su tipo, así que la imaginaria unión entre Tati y Chomet se puede decir que ha sido una óptima idea, que ha deparado una obra artística formidable. Sin diálogos, sólo con algunos balbuceos ininteligibles entre los personajes que combinan distintos idiomas, la historia narra el ocaso de la carrera de un viejo mago, que en medio de fracasos en el mundo del music hall de hace varias décadas atrás, encuentra en un viaje una joven que pasa a acompañarlo en su tour y convertirse en una suerte de hija sustituta. Con más melancolía y sordidez que optimismo y más lirismo y sensibilidad que humor, El ilusionista es una joya que hay que disfrutar sin preconceptos. Y para los amantes de Tati y Las trillizas de Belleville, una cita obligatoria.