La magia nunca se termina
El animador Sylvain Chomet toma un guión inédito de Tati y entrega un filme bello y melancólico.
La historia de un mago itinerante que a finales de los años ‘50 viaja de Francia a Escocia en busca de nuevos horizontes para encontrarse allí con una sorpresa algo inesperada fue un guión que Jacques Tati dejó sin filmar. Aseguran que el comediante francés lo consideraba demasiado serio y melancólico -y sin el suficiente humor- como para que sea una de las aventuras de su alter ego cinematográfico, Monsieur Hulot, a quien conocimos a través de clásicos como Las vacaciones de Mr. Hulot y Mi tío , entre otros filmes.
Y algo de eso hay.
El ilusionista , retomado medio siglo después de haber sido escrito por el animador Sylvain Chomet (director de la excepcional y muy curiosa Las trillizas de Belleville ), no es una historia demasiado graciosa y apenas unas pocas situaciones llevan a la risa. Pero Chomet no tuvo miedo de entrar en este terreno: el filme es la historia de un artista en decadencia, de un viaje a un lugar de encanto y decepción, de un encuentro fortuito y de un mundo en vías de extinción.
Hay una combinación de dos artes que desaparecen que le agrega peso y densidad a la película de Chomet. Por un lado, la magia clásica y el antiguo vaudeville, que van perdiendo terreno en esa época frente a otros espectáculos de más impacto (como el rock: el filme transcurre en 1959). Y, por otro, la propia animación en 2D, para adultos, de dibujos simples y elegantes, de fondos tradicionales a los que Chomet agrega (en una mala decisión) algún que otro toque ostensiblemente digital.
El ilusionista sigue las peripecias de Tatischeff (el apellido real de Tati), un mago de esos que sacan conejos de galeras, hacen trucos con flores y fuego y no se caracterizan por la espectacularidad. Al hombre le va mal en Francia y termina llegando a un pueblito perdido de Escocia. Allí encuentra que su arte no sólo es más apreciado, sino que se topa con una niña que cree que su magia es real y que termina fugándose del pueblo cuando él concluye su paso por el lugar.
La chica y el mago viajan a la bellísima Edimburgo, que el filme animado captura en toda su espectacularidad (Chomet hizo la película viviendo durante años allí) y en donde el hombre consigue un nuevo trabajo. Allí termina convirtiéndose en una especie de padre de esta preadolescente que -fascinada por la gran ciudad- se va volviendo más caprichosa y exigente con el tiempo, haciéndolo trabajar de más con algunas graciosas consecuencias.
La película narra la historia de esta relación de forma mesurada, tranquila, con muy pocos espacios para gags. Aunque el conejo que el mago arrastra tiene sus momentos, Chomet abandona la pretensión de crear un filme animado cómico para toda la familia y prefiere apuntar a la extrañeza de esa relación padre-hija (se especula que el guión tiene elementos autobiográficos sobre una hija que Tati tuvo en Escocia y abandonó), a la melancolía que genera un mundo algo romántico en decadencia (el de la magia, pero también el de todo el concepto de music hall ) y a transmitir una sensación de tristeza, casi de desolación.
Para los fans de Tati habrá varios guiños, dos de los cuales son muy evidentes. Por un lado, la forma en la que la película es semi-muda, con diálogos casi ininteligibles (ellos hablan en distintos idiomas, de hecho). Y, por otro, cuando el Tati animado se encuentra, en la pantalla, con el real, en una escena de Mi tío . Y allí el círculo se termina de cerrar.