Un tiempo que fue hermoso
Es curioso, y a la vez también como un aire fresco luego de tanta animación norteamericana –aunque hubo algunas buenas de ese origen, justo es reconocerlo, como Toy Story 3, Mi villano favorito y, por qué no, la reciente Enredados–, que un film francés del género llegue a salas comerciales. Pero El ilusionista ya venía levantando polvareda allí donde se exhibiera recostándose en el ocurrente y efectivo film anterior de Sylvain Chomet (1963, Maison Laffitte, Francia), Las trillizas de Belleville, que sólo se vio en circuitos especializados antes de editarse en video, de alguna manera una exitosa ópera prima que le granjeó reconocimiento internacional a partir de dos nominaciones al Oscar (mejor animación y mejor canción).
En El ilusionista, que data de 2007, Chomet vuelve a entusiasmarse con una época situada a mediados del siglo XX –la historia arranca en 1959–, cuando la modernidad artística comienza a hacer estragos con las modalidades más artesanales, primitivas en su despliegue. El film toma un guión de Jacques Tati –también se ve como homenaje al genial francés– que el actor y director dejó en proyecto y lo convierte en una consumada animación capaz de encender momentos de intensidad poética y visual.
Con un estilo apuntalado en el trazo a lápiz y en el uso de acuarelas deliciosas, Chomet cuenta la historia de un ilusionista –cuya figura remite esencialmente a la de Tati, un hombre alto con pantalones demasiado cortos y una enorme capacidad de asombro– que se va quedando sin público en una París donde las marquesinas teatrales comienzan a dar cabida a los afiches de incipientes grupos de rock. Se hace evidente en El ilusionista una unidad estilística y temática, probablemente un rasgo que Chomet ya puede exhibir como suyo –estaba en Las Trillizas…–, porque la materia referencial de su film ofrece un universo que, sin temor a resultar costumbrista, recupera la sensación de estar ante restos de visiones y restos de experiencias de un mundo que ya no es el mismo, y donde la gracia y la melancolía ocupan lugares más emocionales que reales.
El film, que ya contaba con una versión animada hecha por el propio Tati, plasma el itinerario del ilusionista en busca de su público para evitar el naufragio de su actividad y la evocación de ese mundo espontáneo que el mago practica en cada acto, para matizar el mal trago. En un alto del camino, una joven humilde se le pegará como una hija desprovista necesitada de padre. Así los dos, ilusionista y muchacha, terminarán en un hotel de Edimburgo –ciudad natal de Chomet– donde el movimiento, el juego y un inquieto contacto harán aflorar un emotivo registro de la vida compartida. Hasta que el mago sienta que su partida es imprescindible para que el mundo siga andando.
Desprovista de diálogos, dinámica en su desplazamiento por paisajes encantados, típica y desmitificadora a la vez, El ilusionista es una magnífica muestra de la sobrevivencia de valores en un mundo turbulento y áspero. Tal como la misma delicada estructura animada de la que se vale Chomet para señalarlo.