Realismo mágico
En el año 2003, Sylvain Chomet se hizo famoso con Las trillizas de Beleville, un largometraje de animación tradicional que llegó a ser nominado a dos premios de la Academia -terna en la que fue vencido por el tanque de Pixar Buscando a Nemo- y recibió una catarata de elogios y premios a lo largo del mundo. Su relato contaba la historia del secuestro de un ciclista durante el Tour de France y la alocada búsqueda que emprendían su abuela, su perro y las trillizas del título para dar con su paradero. Un filme casi mudo en donde los dibujos hablan y cuentan la historia sin necesidad de más.
Con El ilusionista pasa algo bastante similar. Nuevamente se trata de una película casi muda -existen algunos diálogos, pero los personajes hablan en distintos idiomas y no se entienden entre sí, por lo que se decidió que los espectadores tampoco se enteren de lo que están diciendo-, sólo que esta vez se trata de una historia un poco más amarga y sin tanta fantasía, en la que un mago itinerante que va boyando de teatrito en teatrito buscando quién contrate su avejentado espectáculo y que se ve desplazado por las nuevas formas de entretenimiento (el rock es el ejemplo más claro que muestra el filme) y que en uno de sus viajes de trabajo conoce a una jovencita dulce a la que termina adoptando casi sin querer.
El guión del filme fue escrito hace 55 años por el mimo, actor y director francés Jacques Tati y llegó a manos de Chomet gracias a su hija, a quien le dedicó la película en los créditos finales. El personaje principal del ilusionista se llama Tatischeff (nombre verdadero de Tati) y es una representación de aquel memorable actor de Las vacaciones del señor Hulot, Playtime y Mi tío.
Si bien se trata de una historia agradable y placentera de ver, hay a lo largo del metraje un halo de nostalgia que la cubre de principio a fin. Se lo puede ver en los tugurios en los que el mago trabaja, en la tristeza o apatía del público que lo acompaña -o mejor dicho, que no lo acompaña- en sus funciones, en la superficialidad con la que son presentados los nuevos entretenimientos que van desplazando las viejas artes -además de magos, hay otros personajes que forman parte del mismo universo como payasos y ventrílocuos, cada uno más deprimente que el anterior-. Sin embargo, El ilusionista también es una comedia, plagada de momentos cómicos y gags que no dejan que la melancolía se apodere del espectador completamente.
Tal como sucedía con Las trillizas..., El ilusionista es una película profundamente bella, en donde cada cuadro, cada dibujo, es un espectáculo singular digno de apreciar con detenimiento. Las escenas panorámicas, de paisajes, por ejemplo, merecerían estar colgadas en algún museo. Y también es impresionante la reproducción de la ciudad de Edimburgo, capital de Escocia, en donde los personajes se instalan durante gran parte del metraje. Hay un mágico realismo en los dibujos de Chomet que lo pone inmediatamente en una categoría distinta a las caricaturas a las que estamos acostumbrados -las de Pixar, Disney o Dreamworks, digamos-.
Cabe mencionar que la decisión de no subtitular ni traducir el filme es exagerada. Es comprensible que si los personajes no se entienden entre sí, los espectadores puedan percibir que se trata de diálogos intrascendentes y que no tienen valor argumental. Sin embargo, sobre el final de la película hay una nota con una frase que cierra el círculo de la historia y esas palabras tampoco tuvieron traducción, por lo que muchos espectadores se habrán perdido de esa clausura.
En resumen, Chomet es un realizador notable, que sabe contar historias y que, ante todo, es un virtuoso de la animación tradicional, un hombre capaz de hacer emocionar a través de las imágenes increíbles que nos presenta y que gracias a eso puede contar historias sin necesidad de utilizar demasiados diálogos o extensos parlamentos. El ilusionista es una película de animación adulta de alta calidad y de una belleza impresionante.