Cada vez más el cine animado es aceptado por el público como una alternativa estética, en lugar de ser considerado un entretenimiento infantil. Es una tendencia saludable, que habla de la apertura mental respecto de las posibilidades del arte cinematográfico. El sentimiento es el mismo por parte de los cineastas: cada vez hay más animadores que se atreven a un paisaje más adulto, a expresar lo fantástico sin caer en lo pueril. Sylvain Chomet lo había hecho con “Las trillizas de Belleville”, un éxito mundial. “El ilusionista” es un lamentable paso hacia atrás, una muestra de que no todos comprenden el asunto. El film es la traslación al dibujo animado de un guión de Jacques Tati sobre un mago al que el mundo moderno (sí, es un film un poco conservador) deja sin trabajo, y que el gran cómico francés no pudo realizar. Lo que Chomet hace es dibujar al protagonista igual a Tati y verter todos los gags –muchos surrealistas y poéticos– al dibujo. El problema es evidente: esos gags tenían ironía y humor, porque se construyeron para ser interpretados en carne y hueso. En el dibujo animado, un cine donde sabemos que todo es falso y donde cualquier cosa es posible, lo que tenía que ser irónico se transforma en un apunte poético falto de humor. Justamente, la poesía de Tati en films como “Mi tío” o “Playtime” contenía lo ácido y lo ridículo, porque las personas (reales) se veían ridículas. Chomet logra un film técnicamente brillante, fotográficamente impactante y, al violar el legado de su maestro, emocionalmente nulo.