En busca del tiempo perdido
El meticuloso trabajo de animación de Chomet, heredero en su dibujo artesanal de la llamada “línea blanca” de la historieta franco-belga, le calza como un guante al guión de Tati, de un lirismo tan sensible como elegíaco.
“Tati y Bresson son los dos genios gemelos del cine francés”, escribió alguna vez Marguerite Duras. Para Jean-Luc Godard, “Tati tenía el sentido de la comedia porque tenía el sentido de la extrañeza”. Y según François Truffaut, “Tati, como Bresson, reinventa el cine en cada film”. Formado en el ambiente del teatro de varieté y el music-hall, Jacques Tati (née Tatischeff, 1909-1982) le dedicó al cine una obra tan escasa como influyente, apenas seis largos y un puñado de cortos de un rigor y una pureza extremos.
Actor, guionista, productor y director de sus propios films, Tati fue un autor total, que gozó simultáneamente de la popularidad del gran público (particularmente en sus primeros tres films) al mismo tiempo que era admirado y celebrado por sus colegas más exigentes. Su figura ha quedado asociada por siempre con la de su creación, el legendario Señor Hulot, protagonista de casi todos sus films e incansable batallador por un mundo más habitable, a escala humana, contra la homogeneización y la frivolidad de una cultura que se dice moderna. Para Serge Toubiana, director de la Cinémathèque Française, “en sus seis películas Tati captó algo esencial: el paso del tiempo, la evolución del mundo”. Y el crítico Michel Chion sintetizó: “Tati es un mundo en sí mismo”.
Es imposible referirse a El ilusionista sin mencionar a Tati. No sólo porque el segundo largometraje del animador Sylvain Chomet –el realizador de la celebrada Las trillizas de Belleville– está basado en un guión escrito por Tati que nunca llegó a poner en imágenes, sino también porque el propio Tati es el protagonista, a partir de una historia que, aunque no es precisamente autobiográfica, tiene mucho de personal (ver entrevista a Chomet).
Si en el vértigo ciclístico de Las trillizas de Belleville Chomet ya insinuaba su admiración por Tati, al que homenajeaba explícitamente con una cita de Día de fiesta (1949), su primer largometraje, aquel en el que un cartero repartía enloquecidamente la correspondencia trepado a una modesta bicicleta, ahora en El ilusionista Chomet vuelve a Tati en pleno, pero al Tati de los últimos años, marcado por la melancolía y escéptico de las bondades del mundo moderno, en el que se sentía fuera de lugar. Si en Mi tío (1958) –una de cuyas escenas Chomet ahora alude literalmente– el emblemático Monsieur Hulot, alter ego de Tati, se preocupaba por el viejo París que iba quedando atrás con la uniformización y automatización de la nueva ciudad, en El ilusionista reaparece, como un leitmotiv, ese mismo tema: el transcurso del tiempo, los cambios en las costumbres, la inadecuación frente al mundo.
El ilusionista del título es Tatischeff, un viejo mago profesional, tristón y solitario, que allá por los años ’50 comienza a sufrir las mutaciones en los gustos del público y la aparición de nuevos espectadores, que ya no serán los suyos. El mundo del music-hall está en decadencia, las luces del varieté comienzan a apagarse y ya casi no queda audiencia para sus repetidas rutinas. Probará salir de gira, pero nomás llegar a Londres descubrirá el signo de los tiempos que corren: las adolescentes histéricas ante cada nueva actuación de The Britoons, algo así como un supuesto antecedente de los Beatles. Más lejos, en un pueblo perdido de Escocia, encontrará no sólo algo de su viejo público entre los parroquianos de un pub. También conocerá a una muchacha pobre e ingenua, que cree descubrir en el mago el misterio de un mundo desconocido y ajeno y a quien Tatischeff adoptará casi como a una hija.
Como en toda la obra de Tati, en El ilusionista el argumento es lo de menos. Lo que verdaderamente importa son los ambientes, los detalles significativos, las pequeñas acciones reveladoras, los apuntes no por laterales menos importantes. El meticuloso trabajo de animación de Chomet, heredero en su dibujo artesanal de la llamada “línea blanca” de la historieta franco-belga, le calza como un guante al guión de Tati, de un lirismo tan sensible como elegíaco.