Larga vida al rock
Las trillizas de Belleville tenía una cosa triste con las caras estiradas, los cuerpos semiderretidos, los personajes oscuros, esas viejitas un poco cirujas que juntaban sapos. Pero también tenía un poquito de jazz, tenía un aire de nuevo-viejo algo extraño, en fin, tenía algo. A muchos les gustó; a mí me gustó mucho hasta que un tiempo después me gustó mucho menos, aunque nunca diría que es otra cosa que una película inofensiva. Ahora bien, El ilusionista se mete con Tati (está bien, Tati se había metido primero con El ilusionista, porque el guión le pertenece). Y como esas cajitas musicales de plástico que escupen una Para Elisa tocada con chapitas cuando se abre la tapa, la película, protagonizada por un Tati de animación que imita los gestos, formas de moverse y balbucear del original, resulta ser una maquinita de dar lástima.
Primero: el Tati de Tati era un distraído que iba por el mundo un poco como Bob Esponja, resguardado en su despite y su imbecilidad incluso, con buena suerte de dibujo animado que se desliza por las situaciones disparatándolo todo para seguir viaje después, como si nada (La pantera rosa es experta en estas cosas). Hay algo alegre, algo de impunidad feliz en ese modo de moverse, de no estar nunca realmente en peligro. Bueno, pongamos que El ilusionista no quiere recuperar a ese Tati, no importa. Tiene derecho. Lo que nos ofrece en cambio es un Tati en el que todos los gestos y señales externas del primero cobran otro sentido: la cabeza baja, la espalda un poco inclinada, el balbuceo, todo filtrado y expandido por los marrones y grises de la película, no hacen más que mostrar un hombre derrotado, triste, torpe, que nos interpela a golpes de piedad a medida que realiza, una tras otra, sus buenas acciones desprendidas, como un santo. Más solemne imposible.
Segundo: el pianito. Detestable. Es uno de los peores usos de la música que me acuerdo de este año. Porque todo el tiempo (y cuando digo todo es literal, es TODO el tiempo) suena una música melancólica con notas de pianito triste que sumadas a los marrones y grises de los que ya hablé, a la melancolía de un mundo que termina, a la cabeza baja y la espalda agachada del Tatischeff protagonista, a la dulzura extrema de la niña inocente que el protagonista adopta, protege y adorna con sucesivos vestidos y zapatitos, termina por dar la sensación de estar subidos a una calesita de merengue con dulce de leche y una cereza artificial arriba. Demasiado.
Tercero: la latita de conserva. El ilusionista dibuja el mundo de los magos de sacar conejos de un sombrero y desaparecer pañuelos adentro de una mano. Desde el comienzo de la película, para indicar que este mundo se extingue frente a nuevos fenómenos culturales, se hace que Tati observe desde un costado del escenario, mientras espera su turno para actuar, a una bandita de rock´n roll en la que el cantante, ridículo y gritón, se revuelca por el piso con un jopo y un traje blanco. Mientras tanto se muestra a Tati, cara de pobretón y derrotado, que poco después sube por fin al escenario y debe hacer su gracia delante de una vieja y su nietito porque el resto del público vació el teatro. ¡A llorar a los caños! Y larga vida al rock, que si Tati levantara la cabeza y viera la desprotección con que se pinta al mundo de la magia, pienso que se reiría. Fellini lo entendió mejor y en Los payasos supo ver cómo ese mundo que cambiaba se iba volcando al cine (es decir, vio transformación donde la película de Chomet ve algo que se destruye, salvo por esa pequeña lucecita obvia que sale volando en el final).
Latita de conserva, dije. Porque si frente al pasado, frente a lo que cambia, no hay otra cosa que los colores ocres (y acres) de la nostalgia, eso se empieza a parecer un poquito a la muerte. La única excepción, las imágenes lindas de El ilusionista, son las de un barco cruzando el mar con montañas de fondo, de un tren que pasa sobre el mar, serenos préstamos de Miyazaki. Pero Miyazaki no le tiene miedo al cambio, sabe hacer anacronismos más caleidoscópicos que este marrón de postal vieja, donde el pasado y el futuro se mezclan para cruzar una guerra mundial con naves futuristas, por eso sus películas, incluso cuando trabajen con la tradición, siempre están vivas. En cambio no pude dejar de sentir todo el tiempo que El ilusionista está protagonizada por un difunto, que la película logró matar a ese Tati que el cine (ya saben, Trafic, Parade, Playtime, películas de colores, siempre encendidas) había mantenido vivo. Y divertido.