Triste y melancólico
El cierre de año vino con una sorpresa inesperada, que no se trata precisamente de la letra digitalizada de C.S. Lewis, sino de una apuesta bastante más digna: la resurrección animada de un tal Tati, genio siempre vigente de la comedia moderna, sin duda uno de los realizadores más importantes del siglo pasado, hoy injustamente confinado al olvido. Sylvain Chomet, responsable de la celebrada Las trillizas de Belleville, estuvo a cargo del desafío, que trascendió la mera encarnación animada de Jaques pues El Ilusionista es directamente una adaptación de un guión del propio Tati, que nunca llegó a filmar. El resultado es un filme crepuscular, irremediablemente nostálgico, que reivindica otras técnicas y otros métodos cinematográficos, y homenajea sinceramente a ese gran maestro que fue Tati, aunque al mismo tiempo no hace más que resaltar su ausencia, o quizás la infranqueable distancia que nos separa de su cine.
Como todo gran autor, Tati fue un pensador de su época: sus películas interpelaron al mundo, fueron testimonio vivo de la situación histórica que atravesaban, e incluso anticiparon algunos de los dilemas que enfrentaría el hombre moderno. El Ilusionista es, en cambio, una obra atravesada por el paso del tiempo, una mirada retrospectiva plagada de nostalgia y melancolía, que a lo sumo puede testimoniar el fin de una era (aunque no sólo la de Tati, sino tal vez también la de Chomet, cuyo trabajo se basa en la animación artesanal), porque precisamente ya ni siquiera cree en las posibilidades del cine que homenajea. Se trata, sin embargo, de un homenaje sincero y sentido, que respeta las formas del cine de Tati, aunque tal vez no su estética.
Su protagonista es el propio Tatischeff (apellido original de Tati) convertido en un ilusionista errante a fines de los años ´50, cuando el mundo comenzaba a modificarse irremediablemente por la llegada de la modernidad. Ya en su primera presentación queda claro el planteo de la película: el público no aplaude sus trucos artesanales, ni se deja seducir por el conejo en la galera, y pronto veremos que los jóvenes prefieren enloquecer con una nueva banda de rock. El viejo Tatischeff (dibujado con la estética propia de Chomet, personajes alargados y grises, siempre tristones, aunque con los gestos del inolvidable Sr. Hulot) buscará nuevos horizontes en teatros desvencijados, fiestas de casamientos o bares de mala muerte. Pero sólo los niños parecen valorar sus trucos, y entonces conocerá a una joven sirvienta que quedará embelesada por su magia, y a la que no tardará en adoptar como hija propia. Ya con ella, Tatischeff se mudará a Edimburgo, donde las cosas no harán más que complicarse pues allí todo está en decadencia (en su hotel hay un payaso suicida y un ventrílocuo alcohólico), mientras Tatischeff se empeña en mantener la ilusión de su joven acompañante, quien cree que él tiene la capacidad de transformar sus ropajes viejos en flamantes vestidos y abrigos, para lo que necesitará cada vez más dinero.
Escencialmente nostálgica, plagada de música melancólica que acentúa los colores grises y marrones que dominan el mundo de Chomet, la película tiene sin embargo la virtud de ir a fondo en su tesis, y no proponer soluciones mágicas. El director sí respeta los principios formales de Tati, y así los planos medios y los grandes encuadres dominan la película, proponiendo además otros tiempos al espectador, tanto en el desarrollo de los planos como en el de las acciones de los personajes, que se desmarcan notablemente del cine de animación contemporáneo. Prácticamente sin diálogos, los pocos que hay no están siquiera traducidos, ya que la apuesta pasa por la imagen: como Tati, Chomet cree en la fuerza de sus dibujos, que en algunos planos generales alcanzan una belleza sublime. Claro que las distancias son enormes, entre otras cosas porque es el propio Chomet quien aquí postula que “la magia ya no existe”.
Por Martín Ipa