Si Disney estuviera vivo
Vi L’illusionniste en el Festival de Mar del Plata, un mediodía a sala llena, con un grupo de personas de las más diversas edades, lugares de origen, intereses y gustos. Absolutamente todos salimos del cine emocionados y felices. Media hora más tarde estábamos discutiendo a gritos por cuestiones laborales que no vienen al caso, pero hubo un momento mágico (si se me permite la obviedad hablando de una película que gira en torno a un mago) que será imborrable en nuestro recuerdo del festival. En ese mismo momento, una señora mayor todavía con lágrimas en los ojos exclamó “¡Ay, si Disney estuviera vivo!”. No se equivocaba en la referencia; L’illusionniste tiene una capacidad de emoción universal y de apelar a todos los espectadores en distintos niveles, un humor tierno e inocente, y una fluidez narrativa que recuerdan a las mejores películas de aquél.
Claro que esos mismos méritos provienen del guión de Jacques Tati; la película de Sylvain Chomet toma lo mejor de ambos y el resultado tiene una potencia imbatible. Originalmente pensada para ser protagonizada por el mismo Tati y su hija, la historia no podría haber caído en mejores manos. Chomet le imprime la melancolía dulce que ya había explorado en Les Triplettes de Belleville y la lleva un poco más allá. Varios elementos se lo permiten: la representación de un mundo que se acaba (el del espectáculo de variedades o music hall); la historia particular de un ilusionista casi desempleado, que recorre teatritos en la Escocia de los años 50 buscando un público que todavía preste atención a sus inocentes trucos; la relación casi paternal de éste con Alice, una chica que abandona su pueblito para acompañarlo en su gira de frustraciones; la utilización –excelente– de la técnica de animación tradicional, la casi completa ausencia de diálogos.
Varios gags son recurrentes (el conejo que se escapa de la galera, la colocación del afiche del mago en cada teatro), pero a lo largo de la gira y a través de la inclusión de diferentes personajes (el ventrílocuo, el payaso) más derrotados aún que el ilusionista, el humor se va haciendo más amargo. O tal vez sólo se vaya develando lo que ya estaba ahí, debajo de la superficie de ternura; los magos no existen, los payasos se suicidan, los muñecos de ventrílocuo se venden como baratijas, las bandas de rock gritón tienen más éxito que cualquiera de ellos. Las luces de la ciudad se van apagando y por último se apagan las del cartel que reza “Music Hall” en la puerta de un teatro; y nos dejan ahí, lagrimeando en la oscuridad de una sala con una o dos jubiladas al lado. Afuera, Mar del Plata se esfuerza por mantener alto el honor de Ciudad Feliz, y el esplendor que su Festival supo tener; nosotros sabemos que algo se perdió, y es irrecuperable.