Pasen y entren en una mente oscura
La nueva película del director de Brazil representa para su autor un modo de revisar su obra. Y de ese ánimo tal vez devenga la obsesión con la muerte que atraviesa toda la película, tiñéndola de una melancolía que hasta ahora Gilliam tendía a repeler.
De Los aventureros del tiempo a 12 monos, de Brazil y Las aventuras del Barón Munchausen a Pánico y locura en Las Vegas, los protagonistas de la obra de Terry Gilliam siempre recurrieron a la fantasía como modo de escape. En ese sentido, es posible que El imaginario mundo del Dr. Parnassus represente para Gilliam un modo de revisar su obra. De ese ánimo de revisión tal vez devenga la obsesión con la muerte que atraviesa toda la película, tiñéndola de una melancolía que el maniático estilo visual del autor hasta ahora tendía a repeler. Obsesión debida sin duda a la muerte de su estrella, Heath Ledger, así como también la de uno de los productores. Teniendo en cuenta que Gilliam se acerca a los 70, es posible, sin embargo, que el tono crepuscular de El imaginario mundo... vaya más allá de esas eventualidades.
La escena introductoria es de tono oscuro y sentido transparente. “¡Pasen y entren en la mente del Dr. Parnassus!”, convoca a los gritos el presentador de un circo ambulante, plantado en medio de una Londres contemporánea nocturna y ominosa, con homeless y basura en las calles. Frente al escenario, nadie. Apenas unos borrachos que salen de algún club nocturno (Gilliam se cuida de hacer de esos hooligans muchachitos de clase media, de los que cualquier lady querría de novios para sus hijas) y que vandalizarán escenario, actores y decorados. El remedio para tanta sobredosis de realidad está del otro lado de unas cortinillas de celofán que funcionan como espejo de artificio. Detrás de ellas, el mundo que da título a la película y que se reconfigura constantemente, como una suerte de inconsciente colectivo móvil, a la medida de sueños y pesadillas de cada visitante. En este caso el del vándalo middle class, que pagará por lo que hizo.
Con un increíble castillo vagabundo por casa, teatro y carromato, la del Dr. Parnassus es una troupe medieval, implantada en medio del mundo contemporáneo. En el caso de Parnassus (un Christopher Plummer como de taxidermia), lo de medieval puede llegar a ser literal. El hombre dice ser inmortal y andar por los mil años, producto de un pacto que hizo con el Diablo (Tom Waits, con maquillaje blanco y bigote anchoíta) para conquistar a la mujer amada. A cambio de ello el ilusionista debió ceder a su hija Valentina (la impavida Lily Cole), a quien el Malo se apresta a recoger para siempre. Anda cabizbajo Parnassus, y lleno de culpa, en el momento en que se incorpora a la troupe un tal Tony (Heath Ledger). Tony anda huyendo de algo, y el milenario émulo de Fausto le pedirá una ayuda.
No sólo la premonitoria escena de presentación de Ledger –con el cuello colgando de una cuerda, bajo el London Bridge– sino su necesario reemplazo por tres actores (Johnny Depp, Jude Law y Colin Farrell encarnan los avatares de Tony, cada vez que atraviesa el espejo), el aspecto mortuorio de Plummer y la pesadumbre de mil años de su personaje, sumen a la película en un tono fúnebre. Tono que el guión (coescrito por Gilliam con Charles McKweon, de vuelta con él luego de Brazil y Munchausen) tiene la lucidez de convertir en signo del fin de una época. La época de los relatos, de las ficciones, que ya a nadie le interesa escuchar. Es verdad que esta idea, que un diálogo entre Parnassus y el Diablo explicita, se contradice con el arte de Gilliam, que tiende a poner la fantasía visual, el diseño del sueño, la efusión ilustrativa, por encima de la narración.
En la reconstrucción de ese imaginario, ese Parnassus llamado Gilliam vuelve a contar con la ayuda del milanés Nicola Pecorini (uno de los inventores de la steadycam, su director de fotografía estable desde Pánico y locura...) y una dirección artística que quien se inició como ilustrador de los Monty Python habrá vigilado estrechamente. La dirección de arte echa mano de coloridos campos, ondulaciones y sembradíos dignos de Grant Wood, tanto como bosques de cartón teatral, onirismo de medusas gigantes y escaleras al cielo, decorados gigantescos, grandes ilusiones digitales y hasta algún número musical que parece homenajear la memoria de los Python. El imaginario mundo del Dr. Parnassus, o Pasen y entren en la mente del Dr. Gilliam.