Partes que no suman
Pocos nombres del cine de los últimos 20 años han cosechado un reconocimiento tan excesivo como el de Terry Gilliam. Veamos: ¿cuántas películas buenas de verdad filmó luego de formar parte de aquel grupo maravilloso llamado Monty Python? Y hace de esto ya suficientes años como para exigirle, a cambio, una carrera más o menos regular. Pero no, su cine ha sido siempre un resumen de buenas ideas visuales arruinadas cuando las mismas se convirtieron en relato: 12 monos o Brazil pueden ser ejemplos en contrario de esto. El imaginario mundo del Doctor Parnassus es no sólo otro film más lastrado por su diseño visual, sino además un caso especial ya que aquí Gilliam hasta parece darse el lujo de auto-homenajearse.
El Doctor Parnassus (Christopher Plummer) es no sólo un mentalista, sino además el jefe de una especie de trouppe circense con rasgos medievales que transita la Inglaterra actual. La decadencia barroca, algo de lo que Gilliam parece ser adicto, genera un choque más que ostensible en los primeros minutos. Allí tal vez se encuentra lo más interesante, y una de las tesis argumentales: cómo determinado tipo de entretenimiento, que antes era popular, ahora es sólo una expresión fatigada y a la que nadie parece darle demasiada importancia. Para más precisiones, el arte de contar historias.
El imaginario mundo del Doctor Parnassus no mide en ese defasaje el dolor de lo que ya no es, sino que lo que le interesa es hablar del tiempo (físico, metafórico), y de cómo su fuga y la imposibilidad de asirlo nos provoca melancolía y angustia. Vaya uno a saber de qué extraña manera la temprana muerte de Heath Ledger, uno de sus protagonistas, terminó impactando en el relato. ¿Sería la misma película de no haber ocurrido este desgraciado suceso? Ledger interpreta a Tony, un misterioso sujeto que es encontrado por la trouppe de Parnassus. Su aparición se da ahorcado, colgando de un puente. Y nadie puede acusar a Gilliam de lucrar con la muerte: eso estaba en el film de manera promisoria.
Más allá de sus errores, Gilliam cuenta con dos elementos a favor: uno de ellos es su inimitable imaginación; hasta da la impresión de que sus películas las sueña y luego las filma, en vez de pensarlas en guión. En esas instancias donde la fantasía se desborda, se puede ver a un artista en plena forma, creando, más allá del desborde en el que incurre a veces. El otro elemento es su humor: británico, pero siempre dos niveles más arriba, la fantasía animada de Gilliam muchas veces es aplicada en retorcidas cuotas de humor. De hecho un número musical sobre la policía parece querer recuperar aquellos tiempos con los Monty Python. Todo esto es lo que salva al film del aburrimiento pedante.
El circo ambulante del Doctor Parnassus tiene un espejo, donde aquel que ingresa verá sus fantasías aumentadas y convertidas en universo: así, un niño podrá transitar un camino con globos gigantes o una señora muy elegante, zapatos que flotan en una atmósfera fashion. Allí se ve otro de los problemas de Gilliam: utiliza la fantasía como metáfora aleccionadora. Un poco moralista, el primer intruso en el mundo de Parnassus recibirá su merecido al caer en un río de botellas de vino vacías. Que lo fantástico tenga como fin la lección de vida, le quita méritos a la imaginación del director ya que la circunscribe lejos del terreno que debe ser: el de la libertad.
Y en ese ir y venir entre aciertos y desaciertos, sí hay un gran acierto de Gilliam con el personaje de Ledger. Se sabe, el actor murió antes de terminar el rodaje, por lo que en vez de trucarlo digitalmente se prefirió llamar a varios actores amigos y famosos (Johnny Depp, Jude Law y Colin Farrell), quienes representan a Tony en esos instantes donde se introduce a través del espejo. La doble identidad es otro de los temas del film, y el director utiliza ese recurso de manera acertada.
Como ocurre siempre con Gilliam, El imaginario mundo del Doctor Parnassus no es para descartar así nomás. Amén de lo ya mencionado, también posee los toques cool que caracterizan al director (aquí un Tom Waits haciendo del Diablo), la deformidad vista con ojos amables (el impecable Verne Troyer) y la seducción del relato fragmentario e imbuido en cierta somnolencia que le da un aura místico. Lo peor en Gilliam es que todo eso no alcanza a construir un film, que siempre es la suma de sus partes. Lamentablemente la falta de fluidez, la escasa claridad expositiva, la desprolijidad de varios instantes en los que los actores parecen conducirse sin orden y un barroquismo que atenta contra la empatía con los personajes son otros componentes habituales de su cine. Aunque la recurrencia en estos errores podrían convertirse ya en marca de autor, y estaríamos hablando de un raro caso de auto-boicot. Teniendo en cuenta a los personajes de Gilliam, esto último no sería tan descabellado.