Los Demiurgos de Terry Gilliam se miran al espejo
Cuenta la historia que allá por el año 2006 Terry Gilliam comenzaba a bosquejar un guión propio concentrado en el derrotero de un grupo de actores transhumantes en la Londres contemporánea, quienes aparecían transportados a mundos imaginarios tras atravesar un espejo. A partir de ese momento se contactó con el guionista Charles McKeown, con quien ya había trabajado en el libro de Brazil y Las aventuras del Barón Munchausen. La sociedad creativa no tardó en concretarse y así fue creciendo el proyecto de la caótica y melancólica El imaginario mundo del Dr Parnassus.
¿Acaso el desborde de la imaginación de un artista a quien le fascina asumir riesgos no es caótico? Si hay algo que define la carrera cinematográfica de este director, sin duda lo primero que surge es la alternancia de universos en distintos niveles de realidades: el de la locura en 12 monos; el de las alucinaciones lisérgicas de Pánico y locura en Las Vegas; o simplemente el que aporta el sueño y la pesadilla del propio realizador en calidad de símbolo o alegoría, cuyo ejemplo más concreto no es otro que Brazil.
Otra de las obsesiones que persiguen al ex Monty Python (desde los orígenes de su carrera con Los aventureros del tiempo) es la de los relatos literarios, claro nexo emocional con la infancia desde el punto de vista narrativo, tal como quedara plasmado en su fallida Los hermanos Grimm y en su particular y retorcida visión de la Alicia de Lewis Carrol desde Tideland. Todos esos elementos conceptuales, bañados del cinismo y la particular mirada del autor, se mezclan alquímicamente en la trama de su nueva obra coronada no sólo por la expectativa de su retorno sino por la repentina muerte del protagonista Heath Ledger; acontecimiento que casi pone punto final a la continuidad de la aventura, pero que gracias al creativo Gilliam no hizo mella sobre el proyecto más que transformar algunos aspectos del relato y, entre otras cosas, reemplazar al actor fallecido por tres estrellas populares como Johnny Depp, Jude Law y Colin Farrell, sin alterar el espíritu de su película..
Y si de alquimistas se trata, ese mote le cabe perfecto al personaje central interpretado magistralmente por Christopher Plummer, un condenado a la inmortalidad que por su ambición pactó con el Diablo (sorprendente performance del músico Tom Waits) la entrega de su hija Valentina (la modelo Lily Cole) cuando ella llegara a cumplir los 16 años. Mientras se acerca el plazo, deambula con su troupe de actores por las sombrías y empedradas calles londinenses ofreciendo un espectáculo en donde los participantes pueden vivir temporalmente en sus propios mundos imaginarios, ayudados por la poderosa mente de Parnassus y un espejo por el que deben pasar. Así, la multiplicidad de escenarios posibles por los que transita la historia, junto al inagotable reservorio de ideas del delirante Gilliam, dominan el film aportándole energía y una fuerza creativa que mezcla imágenes surrealistas, escenografías que remiten al teatro con sus representaciones de cartón pintado y una batería importante de efectos visuales y digitales al servicio de la acción y no como ejercicio exhibicionista, cuyo máximo responsable es Nicola Pecorini desde la deslumbrante fotografía.
Si el azar o el destino tienen algo que ver con la aparición de Tony (Ledger hasta su fallecimiento, luego Depp, Farrell y Law), poco importa ya que el misterio que rodea a la identidad de este extraño seduce tanto a Parnassus como a Valentina, su hija adolescente; al mismo tiempo que despierta los recelos de Anton (Andrew Garfield), el pordiosero presentador que forma parte del grupo junto al cínico enano Percy (Verne Troyer).
Con la firme intención de despojarse de los arquetipos del bien y del mal podría decirse que estos dos personajes, Parnassus y el Diablo, equilibran la balanza del mundo a partir de la apuesta constante de las almas, como los Demiurgos que digitan la gran obra teatral del universo (sí, la serie "Lost" no inventó nada al introducir personajes sobrenaturales), atravesada por la tragedia y la fuerza de la voluntad para vencer el miedo a los propios deseos y, en definitiva, a la soledad que es la mueca más perversa de la inmortalidad. Esa es la tortuosa y a la vez maravillosa piedra que carga el protagonista, quien debe apostar con su enemigo para darle sentido a su ambiguo y siniestro don de la inmortalidad en un mundo de mortales, narcotizados por lo mundano y lo superfluo, para quienes un teatro ambulante y un anciano en posición de buda resulta anacrónico y aburrido.
De ahí que debe entenderse a este nuevo trabajo de Terry Gilliam como un puente intertextual que se vincula dialécticamente con toda su prolífica obra, pero sobre todas las cosas con sus pensamientos más profundos acerca de la banalidad del mundo (piénsese en la subtrama de la caridad con un gran cameo de Peter Stormare como presidente hemipléjico) y los tiempos que lo rodean, donde la única esperanza parece encontrarse en el camino de la imaginación; de la creación en pleno proceso y en el retorno a los orígenes de los relatos, cruzados con las fábulas y los arcanos siempre vigentes y tan actuales y necesarios en un siglo en el cual lo profano sepultó a lo sagrado, tal como presagia el desenlace del film.
Tal vez el azar o el destino hayan querido que este fuera el legado cinematográfico de Heath Ledger, cuyo crecimiento actoral avizoraba un futuro tan rico como arriesgado. No obstante, eso quedará en el terreno de la especulación sin generar otro anhelo que la necesidad de volverlo a disfrutar en esta singular mirada del realizador de Pescador de Ilusiones, en la que los Demiurgos propios se enfrentan cara a cara y se miran al espejo.