Simpatía por el demonio
Un carromato atravesaba Londres ofreciendo una atracción de feria, un viejo tenía o aparentaba tener poderes no demasiado claros. Algunas personas de mal talante trasponían un espejo mágico y se metían en un mundo raro, un poco violento, pero que no se entendía qué era. Mientras tanto yo estaba en problemas y pedía a gritos (internos, para no escuchar chistidos de mis compañeros de sala) que alguien me explicara qué era lo qué estaba viendo, qué cuernos hacía el Doctor Parnassus mientras parecía estar en trance y sobre todo, a dónde iba a ir a parar el argumento de esta película, si es que existía.
Después, muy trabajosamente, la cosa se fue despejando y supe un poco de qué se trataba El imaginario mundo del Dr. Parnassus, la última película de Terry Gilliam. Entendí que el mentado Parnassus (Christopher Plummer, luciendo unas arrugas majestuosas) era un hombre inmortal y que tenía trato bastante frecuente con el diablo. También a las cansadas me enteré de que uno de esos acuerdos consistió en un canje por el cual Satán lo rejuveneció para que pudiera levantarse a una chica a cambio de que, en el caso de tener fruto de esa unión, entregara el alma de su hija a los poderes del averno cuando cumpliera dieciséis años. Perder a su hija y vivir para siempre eran los dos grandes problemas que acosaban al héroe y que lo llevaban a la bebida y a una constante sucesión de apuestas con el mismísimo Lucifer.
Ya más tranquila y presintiendo que la cosa venía por el lado de Fausto, pude abandonarme al disfrute de una película tan caprichosa como oscura. Caprichosa porque nada era seguro mientras transcurría. Cualquier cosa podía suceder, desde que los protagonista cambiasen de cara (el finadito Heath Ledger se transformaba en Johnny Depp, Jude Law y Colin Farell cada vez atravesaba un espejo mágico) hasta la creación de mundos inexistentes y freudianos en que el bien y el mal luchaban por saber quién se ganaba un alma.
En El imaginario mundo del Dr. Parnassus también la dirección es arbitraria, llena de planos en gran angular donde la idea es meternos, sin necesidad del 3D, en esos lugares inventados. La cámara recorre esos territorios, pero en el momento en que nosotros nos sentimos seguros y adoptamos su visión, hace un movimiento brusco y nos deja desubicados, tan extrañados como los personajes que alucinan ese momento.Al estilo de filmación se le suman algunos datos más que hacen de El imaginario una película por sobre todo oscura. En primer lugar por el dato necrófilo: sabemos que Heath Ledger murió a mitad de la filmación y hubo que hacer malabarismos extraños con la trama para que poder terminarla. Al respecto, tengo que confesar que me produjo una mórbida fascinación ver actuar a un hombre que sin saberlo estaba terminando sus días, contemplarlo en su despedida involuntaria, ver en presente a alguien que ya es puro pasado.
También hay algo de oscuridad en las ideas que rondan el film. Allí la moralidad de los personajes es dudosa: todos tienen momentos de debilidad y ropa sucia que esconder, si no es en el pasado, es en sus fantasías, ese mundo privado que nos lleva muchas veces a lugares poco confesables. Ni siquiera los héroes resisten allí que le revisen los archivos, y el discurso del film parece decir que esto no está tan mal. Las acciones que representan el bien no son tan probas ni las villanías tan abominables, y menos aún lo es Satán, que en los zapatos de Tom Waits es pura maldad, picardía y elegancia.
Es entonces que la ambigüedad narrativa y axiológica de la película (que ya parece ser marca registrada de Terry Gilliam) nos deja un poco alucinados, confundidos y permisivos con las elecciones éticas. A fuerza de caos e imágenes sensuales nos quedamos pensando que capaz no es tan malo dejarse caer en el maravilloso mundo del Doctor Parnassus en el que las tentaciones toman el cuerpo de Johnny Depp, Jude Law y Colin Farell, y donde a las almas castigadas nos recibirá como anfitriona del fuego eterno la sonrisa torcida de Tom Waits.