La narcomanía vista desde adentro
¿Oportunismo o casualidad? Los distribuidores afirman que se trata del más puro azar. Lo cierto es que El infierno se estrena –con casi cuatro años de retraso– al tiempo que la telenovela colombiana Escobar, el patrón del mal se convierte en un moderado éxito en la televisión argentina y los noticieros locales dedican buena parte de sus emisiones al tráfico de drogas, los carteles internacionales y los “narcos”, ese apócope tan afincado en la lengua española. Sexto largometraje del mexicano Luis Estrada (cuyo film anterior, La ley de Herodes, supo participar de alguna lejana edición del festival de cine marplatense), El infierno se plantea como una suerte de manifiesto satírico alrededor del tema, cruza de soap-opera, película de gansters, comedia de tonos oscuros y neonoir de pueblo chico, todo ello aderezado con una pizca de condimentos tarantinescos. Estrenada en México unos pocos días antes de los festejos por el bicentenario de la Independencia, el film se transformó rápidamente en un éxito de público y no fueron pocas las polémicas acerca de su mirada sobre la situación social y el violento accionar de las bandas criminales.
La cosa se pone en marcha con un plano robado a algún western de John Ford, el sol cerca del horizonte y la silueta de un joven despidiéndose de su madre y su hermano. Corte, elipsis y han transcurrido veinte años. Juan Vargas (el experimentado actor Damián Alcázar, recordado protagonista de La mujer del puerto, de Ripstein) regresa a su terruño y lo encuentra, por decirlo suavemente, algo cambiado. Podría afirmarse que la vida cotidiana de los habitantes de San Miguel Narcángel y alrededores gravita alrededor de la lucha entre dos bandas narco, y quien no trabaja directa o indirectamente para alguna de ellas sobrevive a fuerza de mirar para otro lado. Y Juan, que en un primer momento intenta pasar desapercibido, no tardará en conseguirse un puestito en una de las organizaciones, en parte porque necesita el dinero, en parte para averiguar cómo mataron a su hermano, según dicen, un verdadero “cabronazo” de los narcos. La aparición de una cuñada y un sobrino suman a la ecuación sexo y pathos, transformando la vida cotidiana del protagonista en una carrera de obstáculos, una chingadera detrás de otra.
Por momentos afilada, en tantos otros desorientada entre sus múltiples líneas narrativas y cambios de tono, El infierno es antojadiza y ciertamente pretenciosa, no sólo por su épica (y exagerada) duración de dos horas y media sino, fundamentalmente, por el evidente deseo de encumbrarse como tratado sobre el estado de las cosas en el México contemporáneo. En más de un sentido, la película de Estrada es prima lejana de la más reciente Heli, de Amat Escalante. Claro que lo que en esta última es gravedad y violencia cruda y cruenta aquí se ve “suavizado” por la pátina sarcástica y el jugueteo con los géneros cinematográficos. Algo es cierto: Estrada no deja títere con cabeza y sus dardos apuntan a todas las clases sociales, a la policía, a los políticos, a la Iglesia y a un largo etcétera. Claro que entre la sátira y el grotesco, entre la burla y el escarnio, y con tantos blancos a la vista, la película termina apuntándoles a todos y a nadie al mismo tiempo.