Narcofarsa mexicana
Casi cuatro años después de su estreno en su país de origen, México, llega a la Argentina -¿al calor del furor por El patrón del mal?- El infierno, una de las primeras películas mexicanas en retratar el problema del narcotráfico en ese país. Realizada con fondos de una partida estatal para festejar el Bicentenario de la Independencia mexicana, fue provocadora desde el vamos: en el afiche, al logo “México 2010” de las fiestas se le agregó la leyenda “Nada que celebrar”. Esta ácida reflexión sobre el presente mexicano resultó un éxito de taquilla, ganó numerosos premios y dividió las aguas de la crítica y la opinión pública.
Para tocar un tema de semejante dramatismo -un dato: la “narcoguerra” iniciada por el ex presidente Felipe Calderón en diciembre de 2006 ya causó más de 70 mil muertos-, Luis Estrada tuvo el tino de elegir hacerlo en tono de farsa: El infierno es una comedia negra que empieza liviana y a lo largo de sus -excesivas- dos horas y media se va oscureciendo cada vez más. Como suele ocurrir, el humor permite abordar una cuestión que, de otra forma, podría resultar insoportablemente dolorosa.
Todo sucede en un pueblo que resulta una metáfora, a pequeña escala, de México: tras veinte años viviendo como ilegal en los Estados Unidos, Benny es deportado y vuelve a su San Miguel Arcángel natal, donde se encuentra con que los narcos controlan todo. Pronto descubrirá que entrar a una de las dos bandas que se disputan el poder es la única forma de ganarse la vida. He ahí una de las hipótesis centrales de la película: la pobreza y la falta de oportunidades son territorio fértil para el narcotráfico.
Pero nadie se libra de su sombra: todos los poderes -el político, el eclesiástico, el judicial, el policial- están tomados por el tumor. Para señalar esta cruda realidad, Estrada cae a veces en escenas y diálogos -un subtitulador ahí, por favor- un tanto obvios, pero que no alcanzan a empañar un logrado clima tarantinesco.