Una roca que tiene extrañas debilidades
Dwayne “The Rock” Johnson es cosa seria. Portador de una caja torácica XXL que se extingue en una cinturita tamaño avispa, dos bíceps montañosos y kilos de músculo en lugar de cuello, este ex luchador construyó una marca de estilo y autoconciencia haciendo de las particularidades de su contextura física su principal arma de trabajo, llegando incluso a poner el 3D de Viaje 2: la isla misteriosa al servicio exclusivo del movimiento de sus pectorales. Hasta que llegó El infiltrado. Contraejemplo de todo lo anterior, el opus tres del ex doble de riesgo y aquí también coguionista Ric Roman Waugh tiene el extraño mérito de naturalizar –e incluso negar– el tamaño mastodóntico de su protagonista, haciéndolo lucir frágil y con las circunstancias (hijo injustamente encarcelado, trato con narcos, burocracia estatal) a punto de superarlo. Johnson se presta al juego con un grado tal de aplomo y oficio que hace creíble lo que a priori no es, como por ejemplo que un tipo de esa complexión física caiga ante una trompada minúscula y ni siquiera atisbe una devolución de gentilezas. O también que él solito y solo intente hacer todo lo que la agencia antidrogas estadounidense no pudo durante años, más allá de la gallardía infinita de sus integrantes.
El adolescente Jason (Rafi Gavron) no sabía que el paquetito que le envió su amigo por correo estaba repleto de drogas. O al menos eso asegura ante la horda de policías que le salta a la yugular justo después de abrirlo. Convencido de la inocencia del nene, impotente ante las golpizas que recibe como bienvenida y seguramente aquejado por la culpa del distanciamiento posdivorcio, papá John (Johnson) está dispuesto a todo para salvarlo de un proceso legal que invariablemente le depararía unos cuantos años guardado. Tanto como para ofrecerse a entregar un pez gordo del narcotráfico a cambio de una notoria reducción de la pena, tal como acuerda con la fiscal del gobierno (trabajo a reglamento de Susan Sarandon). Su condición de experto camionero lo lleva a oficiar como transportista de un poderoso cartel de drogas mexicano. Cartel al que llega gracias a los contactos de uno de sus empleados (Jon Bernthal, el policía “malo” de The Walking Dead), quien duda porque, claro está, quiere seguir por el camino del bien, después de pasar un tiempo en la cárcel. Pero se sabe que por la plata baila el mono, y el nexo se concreta jugoso cachet mediante.
A partir de allí, El infiltrado narra el descenso del bueno de John al bajo mundo del lumpenaje hispanoparlante. Y al principio lo hace bien, encuadrándose sin pudor en los cánones de un thriller directo, básico y eficaz asentado en la factibilidad o no de la supervivencia del gigantón. El problema vendrá cuando la fiscal (aparentemente republicana, of course) considere que la cabeza entregada no es tal y quiera ir por más, obligando a John a redoblar la apuesta y a Roman Waugh a focalizar en aquello que su preocupación por el fragor narrativo hasta ahora no le permitía. Esto es: en encuadrar su trabajo en las normas más noveles de la aritmética fílmica conservadora, esa que reza que mexicano = malo. Así, la película elige dejar de lado la simple y noble preocupación por el desenlace del derrotero de su protagonista para terminar erigiéndose como una fábula aleccionadora de inocultable perfil pro DEA, que por si fuera poco guarda una sorpresita con forma de mensaje digno del Tea Party justo antes del inicio de los créditos.