En el Líbano se producen unas cincuenta películas por año. En la Argentina se sabe poco y nada de ese cine. El último film libanés que tuvo alguna repercusión aquí fue Caramel, de Nadine Labaki (2008). En su país, Caramel había llegado a los 160.000 espectadores, una cifra inusual. Luego de algunos problemas con las autoridades del Líbano, El insulto también se acercó a esa convocatoria, pero además fue programada en los festivales de Venecia y Toronto, y compitió hace unos meses por el Oscar a la mejor película en lengua no inglesa.
Su director, Ziad Doueiri, nació en Beirut, estudió cine en los Estados Unidos y trabajó unos años muy cerca de Quentin Tarantino, una experiencia que tradujo de la manera menos original, transformando un antagonismo histórico, pero no tan divulgado fuera de los límites de su propio país -entre libaneses cristianos y refugiados palestinos- en una historia de fatalidades, miserias, dilemas morales y redenciones contada con trazos gruesos y artificios demasiado conocidos. Independientemente de la postura del director en esa discusión, es su efectista estilo cinematográfico el que termina reduciendo la posibilidad de encuentro con una oportunidad novedosa a otra experiencia vulgar y rutinaria.