Profunda reflexión sobre los que no tienen un lugar en el mundo
¿Qué conoce el mundo occidental de la cultura de Oriente Próximo, y específicamente del Líbano? Se sabe que es heredero de Fenicia y crisol histórico de comunidades cristianas y musulmanas. Ocupado sucesivamente por griegos, arameos, romanos, bizantinos, árabes, cruzados, mamelucos, y por el Imperio Otomano en el siglo XVI abandonándolo después de la Primera Guerra Mundial. Luego llegaría la II Guerra Mundial y el mandato francés, y por fin la independencia en 1943, estableciendo, al término de la ocupación en 1946 un sistema político único: el “Confesionalismo”, un tipo de pacto social para compartir el poder entre comunidades religiosas.
En los años ‘70 la decadencia se apoderó de la que le decían la “Suiza del Mediterráneo”, a causa de la cruenta guerra civil que duró 15 años (1975-1990) en la que intervinieron Siria e Israel. En esos años en el Líbano había alrededor de 400.000 refugiados palestinos que convivían con los cristianos y los drusos. Sin embargo, esta relación no era pacífica. La OLP (Organización Para la Liberación de Palestina), única fuerza legítima representante del pueblo palestino, comenzó a formar milicias entre los recién llegados para crear una base de ataque contra Israel, su objetivo principal (luego se le sumó también la instauración de un Estado Palestino).
En la actualidad no existe una estabilidad dentro del país, sino que está en constante conflicto interno o externo. En ese contexto se desarrolla el filme “El Insulto” (“L’insulte”, 2017), una coproducción entre el Líbano, Francia, Estados Unidos, Bélgica y Chipre, realizado por Ziad Doueiri.
Precisamente por culpa de la guerra Ziad Doueiri tuvo que emigrar a Estados Unidos, donde estudió cine y llegó a ser primer ayudante de cámara de Quentin Tarantino, con quien colaboró en “Reservoir Dogs”(1992), “Pulp Fiction” (1994) y “Jackie Brown”(1997). Volvió a su país para rodar su primera película como director: “West Beirut” (1998), basado en su propia vida, en la que ya mostraba su preocupación por una sociedad atrapada en conflictos raciales, sociales y religiosos. Después estrenaría, también con críticas elogiosas, “Lila Dice” (2004,de producción francesa) y “El atentado” (2012).
“El insulto” es su cuarta película, con la que ha vuelto a ganar el Premio de la Juventud en la SEMINCI de Valladolid. Rodada y ambientada en Líbano, recoge la cultura del país, sus brechas sociales, su situación política, pero le imprime un ritmo y una energía semejante a la del cine producido en Hollywood. También se percibe en “El insulto” la influencia de Tarantino, sobre todo en el uso de la música, del color y en la elección de algunos encuadres.
La trama se centra en un barrio de Beirut, Yasser (Kamel El Basha, ganó el premio al mejor actor en el Festival de Venecia) es un exiliado palestino capataz de obra, apátrida, musulmán y residente en un campo para refugiados, que para vivir trabaja en cualquier lugar de la ciudad y trata de no entrar en conflicto para no tener problemas por su situación de refugiado. El miedo a ser deportado es constante. Tony (Adel Karam), es un cristiano militante vecino de la zona.
Un desagüe clandestino desencadena la discordia. Todo comienza a partir de la pelea entre estos dos hombres, por el derrame del agua. Las miradas de odio entre ambos pronostican el altercado, pero además revelan el profundo desprecio y resentimiento hacia los refugiados. Yasser repara la tubería, por cuenta propia. Tony la destroza a golpes, por considerar el arreglo una invasión a su propiedad. Yasser insulta a Tony y éste en su rabia considera que los palestinos debieran haber sido exterminados, que Sharon hizo poca cosa, que si de él dependiese hubiese sido cien veces peor que aquél en las matanzas de Shabra y Shatila.
“El insulto” es un filme que va de la parte al todo, en un crescendo sostenido mostrando una realidad poco conocida en el mundo occidental, la rivalidad entre los cristianos libaneses y los refugiados palestinos. Los personajes están muy bien construidos y, sobre todo, el director, genera una mirada introspectiva interesante sobre dos seres humanos en extremos opuestos, donde están en juego el honor y el orgullo.
Ziad Doueiri permite observar de una manera inteligente y sutil cómo muchas veces los medios de comunicación manipulados llegan a ser los responsables de la cólera entre bandos, ocasionando guerras y conflictos de manera consciente o inconsciente. Por eso coloca a sus personajes en la posición de víctimas y victimarios, al mismo tiempo.
Otros de los temas presentes es la corrupción (ese flagelo mundial) que alcanza a todos los estamentos. También destaca en esa rencilla el importante rol de las mujeres que, a pesar de estar relegadas y en las sombras, cumplen un mandato anónimo y ancestral de ser con su firmeza las que ponen paños fríos a las riñas machistas.
Ziad Doueiri, a pesar de abordar un tema tan duro, no fatiga en exceso al espectador. Prefiere aligerar la propuesta. Con tal objetivo, rebaja la tensión dramática, introduce mecanismos de suspenso y pinceladas satíricas e irónicas, como la inclusión al principio del filme (por obligación) del permiso para su proyección con un patético aviso de que las opiniones vertidas eran propias de sus autores y no reflejaban la de los poderes públicos.
El largometraje, cuya idea surgió de un percance que le ocurrió al propio realizador, cuenta con un guión muy bien construido, ya que en ningún momento toma partido por sus personajes y la cámara se asemeja a un observador que mira los sucesos de manera objetiva, sin juzgar.
Ziad Doueiri parte de un conflicto personal entre dos seres de distintas religiones o prejuicios que deben compartir el mismo territorio, un barrio en las afueras de Beirut. La película, en ciertos momentos muy precisos y acertados, hace hincapié en qué sin diálogo no hay convivencia posible.
La cámara de Doueiri es rápida, alerta y enfatiza sobre expresiones y gestos de sus protagonistas, como cuando abre una ventana a la sala del Tribunal. Al mirar a través de ella diseccionará los dos lados expuestos en la corte, irreconciliables, sin salir de la tensión inicial entre los dos litigantes pero manteniéndola en la violencia de los tumultos callejeros.
El director no toma partido por ninguno de los bandos. Si bien Tony es extremadamente xenófobo y ha precipitado un litigio judicial sin vuelta atrás, Yasser tampoco cede. La arrogancia ha podido con ellos. Al partir de un absurdo litigio por el agua los protagonistas no pueden abandonar su rabia y orgullo por acercarse a la racionalidad y templanza.
Ziad Doueiri lanzó en “El insulto” su alerta contra la intolerancia y sobre seres que no encuentran refugio en ninguna parte, que son despreciados y arrinconados donde quieran que vayan, como en la actualidad ocurre con los sirios. Pero a pesar de la complejidad de la constante lucha en Medio Oriente, en particular en el Líbano, Doueiri, deja abierta una puerta a la esperanza de un futuro más solidario hacia un pueblo malherido, cargado de amargura y dolor, que trata de surgir sobre sus cenizas tras tanto destrozo causado por invasiones extranjeras como por guerras propias.
En la película lo obvio es “leiv motiv”, porque todo se conoce, pero a pesar de ello regresar a lo conocido permite al director crear con escasos elementos convertir un hecho pequeño, íntimo e intrascendente, en una alegoría profunda, conmovedora e imperecedera.