Hablar hasta ahí nomás
En El Insulto (L'insulte, 2017) la promesa de una película nacida entre las turbulencias de un conflicto que parece no tener fin se convierte al tiempo en un canapé que deja al espectador y al director con la conciencia tranquila de haber reparado un ratito en el horror.
Quién sabe bien qué sucede en Medio Oriente. Es decir, los medios –hegemónicos- masivos de comunicación se encargaron de que en esta parte del globo –Occidente- poco se conozca en profundidad. Las noticias que llegan a través de la televisón reproducen una violencia ya asordinada: el ojo, como dijo Susan Sontag que le enseñó la fotografía, se acostumbra a la muerte, al crímen y al dolor. Y después deja de ver. Entre tanto ruido blanco uno entiende que hay algo de religión en el conflicto y hay mucho también de interés económico. Es una pena, en todo caso, que la campana audible sea siempre la misma; y una alegría –al menos en principio- que llegue desde el corazón del incendio una voz que conoce el paño.
En el balcón de la casa donde Tony Hanna (Adel Karam) vive junto a su mujer embarazada hay una irregularidad: la cañería desagota a la calle, por lo que cuando corre agua llueve en la vereda. Yasser Abdallah Salameh (Kamel El Basha), un obrero de la construcción ocupado en una obra justo enfrente, al mojarse, decide arreglarlo. Intenta hablar con Tony pero como no obtiene la mejor respuesta, arregla él mismo sin permiso el desperfecto. Un insulto lleva a otro y otro insulto lleva a la violencia física, todo debido, según la tesis de la película, a que Tony es cristiano y Yasser, musulmán. Lo que empieza con una denuncia formal deriva juicio de proporciones nacionales: un odio que encuentra en la contienda íntima el cauce ideal.
Se entiende que la película de Ziad Doueiri figurase entre las nominadas al Oscar a mejor película extranjera. Echa mano de articulaciones que facilitan –y empobrecen- la lectura: a una emoción, la música incidental –y si el plano puede ser corto, tanto mejor. Lo mismo hace con la estructura cuando introduce flashbacks –al mejor estilo con que Hollywood formó a sus colonos- donde la cámara se mueve rápido y el color perdió saturación para indicar la existencia de un trauma que en algún momento –está claro- debe resurgir –y así también poderse explicar. Para qué leer cuando se puede consumir. Pudiendo elegir una forma distinta –porque el Líbano debe ser necesariamente distinto a cómo lo venden- transpone la fórmula a la escena local. Arrojar fechas de incio y fin de las guerras civiles que asotaron al país o el modo en que las milicias masacraron a sus vecinos es –si no tranquilizar la conciencia- jugar tratando de no ensuciarse los botines.
Los pases de comedia dan resultado pero el problema es que el espectador no asiste a una comedia –ojalá hubiese sido así y quizá la posibilidad estuvo hasta que se empeñaron en guiar las emociones del espectador. Concientizar esconde una trampa: si el próposito es la crítica a una visión enfebrecida no se puede proveer nada más que una verdad otra, porque la operación en definitiva termina por dar como resultado lo mismo que al principio había que modificar. Aunque se podría aventurar una hipótesis más arriesgada, como preguntarse por las concepciones que promulgan –y sobre la cual se alzan- las religiones, parece bastar con un “todos sin importar el bando son víctimas de la intolerancia”. En parte sí, y sin embargo hay que decir que el odio tiene un fin, porque si estuviésemos de acuerdo –al menos en aquellas razones necesarias- el mundo sería otro. Lo curioso es que hasta los políticos –fogoneros en la realidad si los habrá- les ruegan que dejen de lado la disputa. Tan sólo hace falta un abrazo, un signo que simbolice el perdón, para que el director se vaya en paz. Puede que la idea de El Insulto sea que alcanza con una media sonrisa. Pero los cambios –se sabe- vienen de poner el cuerpo: al menos un apretón de manos precisa esta vida. La guerra sigue ahí sin que nada ni nadie ponga en marcha los corazones.