El intérprete

Crítica de Brenda Caletti - CineramaPlus+

DESCIFRAR LO ELÍPTICO

“¿Qué queda por hacer cuando ya no eres capaz de vivir?”. Punzante como una brasa que dejó su huella en la piel, la reflexión surge en medio de una charla sobre la vida familiar de Georg desnudando una serie de culpas, dolores y ausencias no sólo suyas, sino de todos los personajes ligados directamente o no con la crueldad de la Segunda Guerra Mundial y, al mismo tiempo, contrarrestándolo con una gran pulsión de vida en un viaje iniciático para descubrir el pasado, la historia y la identidad propia.

De hecho, Martín Sulik contrapone estos dos aspectos de forma permanente ya sea en la contrucción narrativa, de las personalidades de ambos y hasta en la música. La primera parte de la película subraya las diferencias de los hombres: uno serio, reservado de su intimidad y más estructurado; el otro jovial, abierto en mayor medida respecto a la vida privada y que busca disfrutar de los placeres del alcohol y de la compañía femenina. Incluso, Alí Ungár sigue trabajando como traductor –le deja en claro que cobra 100 euros por día y que quiere camas separadas– mientras que Georg Graubner es un docente de idiomas jubilado. Sin embargo, comparten la necesidad de recomponer un pasado elíptico paternal, sobre dónde fueron enterrados o dónde estuvo durante la guerra que sólo se atañe en el presente a un libro escrito por el comandante de las SS Kurt Graubner sobre la época que estuvo en Eslovaquia –objeto mediante el cual se conocen– y varias cartas con detalles de ese momento enviadas a Georg y a su madre.

La segunda, en cambio, profundiza los sentimientos más recónditos tanto de los protagonistas como del resto de los personajes volviendo a El intérprete un poco más oscura, densa y, por momentos, demasiado solemne. Además, se ahondan otros niveles del vínculo entre ellos asemejándolos gracias a la combinación del peso de la historia, la forma de cada uno de relacionarse con el mundo y la vejez. Por tal motivo, las escenas que antes rompían con la carga temática adquieren tonalidades crudas hacia el final. Por ejemplo, al comienzo Georg lleva en el auto a dos chicas masajistas de un spa. Durante el viaje –que conduce una de ellas– salen a la luz algunas situaciones difíciles pero se prioriza la comicidad y el juego, incluso, él acepta la invitación para meterse a la pileta y Ungár se queda a un costado observándolo en el agua y cuando le hacen masajes. Mientras que el encuentro del docente en la barra del hotel con una joven a la que siempre dejan revela un punto de inflexión de su manera de desenvolverse.

Esta misma lógica se replica en el empleo musical compuesto con un leitmotiv de violines que refuerza, a veces, exageradamente, los tintes dramáticos solo interrumpidos por los registros de testimonios de algunos sobrevivientes o por melodías breves que buscan resignificar las diferentes sensaciones de culpa de cada caso como el cd en el auto, la música del casamiento en el hotel o el parlante del hombre en bicicleta en una ciudad dormida.

Las pulsiones de vida y de muerte no dejan de entrecruzarse en la búsqueda constante de respuestas para completar pasados ausentes e identidades fragmentadas que inicia como un trabajo pero que, con el correr del tiempo modifica su curso porque ellos ya no son los mismos y logran pararse de otra manera frente a las emociones y a los nexos con los demás. Un legado familiar que empieza a trastocar los muros, los idiomas, las distancias y todo distanciamiento anterior para enfrentar los tormentos propios y liberarse. Porque, a final de cuentas, el hijo de un asesino y de las víctimas atraviesan fantasmas comunes: el desconocimiento y el hambre de justicia.

Por Brenda Caletti
@117Brenn