“Sólo perseguía ladrones, asesinos y judíos”. Eso le decían a Georg cuando era pequeño sobre qué hacía su padre, un oficial de la Gestapo.
Ha pasado mucho tiempo, así que cuando Ali Ungár golpea su puerta en el presente, buscando a su padre, Georg presiente, sabe a lo que este buen hombre, ya mayor, viene.
El intérprete es un filme sobre el Holocausto, sí, pero desde una perspectiva distinta. Trata sobre cómo las generaciones que siguieron a las víctimas y victimarios recuerdan o, mejor dicho, cómo esos hechos nefastos repercuten en sus vidas desde niños.
Ali (interpretado por Jiří Menzel, un director que supo brillar con Trenes rigurosamente vigilados y Mi dulce pueblito) está tras el rastro del padre de Georg. En verdad, quiere reconstruir el pasado de sus padres, asesinados presumiblemente por él. Georg (“no soy antisemita”, le aclara) le dice que su padre ha fallecido, y lo que surge entre ambos puede parecer curioso.
Y lo es.
Acuerdan viajar de Viena, donde Georg vive, a Eslovaquia, allí donde el jerarca nazi operó y mató durante la Segunda Guerra Mundial. Pero Ali, que es intérprete, le exige el pago de cien euros por día. “Trabajo diez horas por día, y luego quedo libre”, le dice.
Y hacia allí parten, con las cartas que el oficial escribió, e intentarán encontrar a sobrevivientes y delinear un pasado que, aunque borroso, los ha impactado por igual.
El tono que maneja el director Martin Sulík no es esencialmente dramático, ya que El intérprete tiene pasos casi de comedia -los encuentros con un par de mujeres jóvenes, masajistas; otro en un bar del hotel, durante una boda-. No es que se minimice o empequeñece el drama o el sentido del filme, sino que a través de ciertos momentos como de relax se permite aflojar las tensiones.
Se supone que ese viaje va a iluminar, o al menos poner bajo la luz varios secretos que se han mantenido en la oscuridad.
¿Puede forjarse una amistad entre el hijo de un asesino y el hijo de aquellos a los que masacró?
Peter Simonischek, el actor austríaco que protagonizó esa maravilla que se llamó Toni Erdmann, de Maren Ade, compone a Georg hasta con candidez. La vuelta de tuerca del final no desconcierta, pero abre nuevas interpretaciones a todo lo que se ha visto en esta buena realización, que es más conciliadora que muchas sobre los efectos actuales de lo que se padeció en la Segunda Guerra Mundial.