Ensueño analógico
Un exquisito mundo anticuado se despliega como un tablero maravilloso en El inventor de juegos, la adaptación cinematográfica de la novela juvenil de Pablo De Santis. El cuidado respetuoso por el universo de antaño que rodea a Iván Drago es lo más llamativo y sólido del filme, junto a la excepcional interpretación de David Mazouz como el valiente niño huérfano Drago, a medias entre los personajes de Dickens y el joven Bruce Wayne. Aunque la referencia más cercana es el Hugo Cabret de Scorsese, ya sea por la confianza última y no exenta de nostalgia en las viejas artes de la ilusión (los juegos, el cine, las historietas) como por las reglas analógicas de un mundo donde todavía existen relojes con aguja, televisores en blanco y negro, globos aerostáticos y locomotoras.
Y, también, las atmósferas sombrías de eras decimonónicas: si bien al principio la vida suburbana de Drago es colorida -cercana al pop televisivo de Bryan Fuller-, cuando sus padres desaparecen trágicamente tras un viaje en globo todo cambia: las tinieblas del mal, convocadas por el inventor de juegos Morodian (Ralph Fiennes), se ciernen sobre el protagonista, que a partir de allí vivirá peripecias que incluyen el asilo en un colegio que se hunde, la visita a la ciudad de Zyl donde vive su abuelo y el arribo último a La Compañía de Juegos Profundos. El tan lineal como zigzagueante guion se resuelve bien en ese casillero con aires de reality show paranoico, en el que Morodian, un poco a lo Joker, hace de la vida de Iván un macabro juego existencial con ecos a The Truman Show.
La ubicuidad espacio-temporal de la película de Buscarini permite la convivencia sin contratiempos con el extraño doblaje al castellano de actores localmente reconocibles como Alejandro Awada, efecto por otro lado comprensible en una coproducción argentino-extranjera. Algún matiz más en el guion y la moderación de la omnipresente música de fondo -que parece querer darle a la historia más impulso del que tiene, de manera innecesaria- harían aún más redondo a un filme que confía con nobleza en el poder de las grandes decisiones antes que en el voluble azar que dictan los dados.