Promisoria opera prima del cordobés Rodrigo Guerrero, centrada en un grupo de seis personajes perdidos.
En apenas algunos planos de su primera película, Rodrigo Guerrero demuestra ser un cineasta con muy claras ideas visuales y sonoras. La presentación de seis personajes, cada uno por su lado, va evidenciando el planteo de su filme, El invierno de los raros . Dos chicas andan a caballo por el campo. Un hombre en su camioneta. Una joven rubia y alta que cuida su cuerpo moldeado. Un hombre solitario, que espera. Una mujer sola, en su casa, que sufre.
Estas escenas, acompañadas por una música sugerente y misteriosa, presentan a los personajes. Lo que veremos será un relato coral, con varias historias paralelas que se cruzan, apenas, entre sí. Pero Guerrero no apuesta a una historia en el sentido convencional. Sus personajes son seres perdidos, sin rumbo, que circulan en una especie de limbo sin saber bien para dónde arrancar. Y esa circulación es la que irá contando el filme.
Guerrero encuadra con elegancia, sutileza: recorta objetos, cuerpos, combina planos detalle con otros, más largos, hasta generar una sensación de estar ahí, compartiendo el espacio con los protagonistas. Por momentos se excede en secuencias de montaje un tanto aparatosas, acaso engolosinado con ese particular ritmo visual que tiene el filme. Porque sabe, además, que el fuerte de El invierno...
está en contar desde la observación y no desde la trama.
Las historias de la chica de ojos claros y su pareja (Lautaro Delgado), la de la visitante recién llegada al pueblo, la de la observada y el observador (Luis Machín), la de las madres y sus hijas, irán moviéndose casi coreográficamente, sin avanzar demasiado (acaso, con 110 minutos, sea un filme algo largo para este tipo de narración impresionista), pero las sensaciones permanecerán en el espectador: el invierno en el pueblo chico, las calles solitarias, un debut sexual, miradas atrás de un vidrio sucio o el encuentro de dos viejos conocidos. Extraños paisajes del alma.