Tercer capítulo de la movida del cine cordobés
Tercera película de ese origen que se estrena en Buenos Aires en tres semanas, El invierno de los raros es distribuida por Cine Cordobés, compañía que había hecho lo propio con De caravana e Hipólito. La conjunción de estrenos permite ver puntos en común y diferencias. Las tres exhiben lo que uno de los chicos de Super 8 llamaría “valores de producción”. Al acabado técnico superprofesional (fotografía, sonido, dirección de arte, diseño de producción, actuaciones) se le suma una concepción de puesta en escena no como repertorio de fórmulas, sino como interrogante a resolver en cada plano. De allí en más, las diferencias. Mientras De caravana tiene un evidente sello propio, que le da frescura y originalidad, las otras dos revelan una deuda mayor con respecto a modelos previos. Hipólito, en relación con el drama histórico-político, tal vez más propio de cierto cine de los ’80 que del más reciente. El invierno de los raros tributa, a su turno, a lo que se conoce como “film coral”, siempre con la intención de narrar un estado de las cosas mediante un puñado de historias ligeramente interconectadas.
Presentada en febrero pasado en el prestigioso Festival de Rotterdam y próxima a hacerlo en el de Belgrado, la ópera prima de Rodrigo Guerrero (Córdoba, 1962) atraviesa estratos sociales en un pequeño pueblito. Hay una atractiva profesora de danza, a la que su mamá le consigue un contacto en Buenos Aires “con Pepito Cibrián”. Está el señor que la sigue por la calle (Luis Machín), una ex compañera de colegio de éste, que suele andar con los nervios de punta, y la hija de la señora, que debe haber pasado los veinte pero se comporta como si tuviera diez. Hay también una recién llegada, que parece tener más interés en las chicas que en los chicos, y un muchacho a cargo de la granja familiar (Lautaro Delgado, protagonista de Francia). Casi un personaje más es el pueblo mismo, haciéndose sentir tanto en planos generales de calles semivacías como a través de los parlantes que anuncian fiestas comunales. Como es común en esta clase de películas, la soledad, la insatisfacción, la incomunicación y la falta de horizontes tienden a imponerse.
Toda esta serie de films se basa en un malentendido. Aspiran a la “profundidad” (de allí su condición de dramas graves, sin resquicios para el humor) y sin embargo, al dispersarse, no pueden sino acercarse a sus personajes de modo entre episódico y epidérmico. No falta, en El invierno de los raros, la manifestación visual de esa contradicción irresoluble: la escena de montaje paralelo, que aspira a unir en la isla de edición lo que el guión se ocupó de desunir. Como todas sus antecesoras, la película de Rodrigo Guerrero deja un regusto tal vez más amargo por la imposibilidad de relacionarse con los personajes que por el feeling mismo que se aspira a alcanzar. Por lo demás, y como queda dicho, el acabado técnico de El invierno de los raros es impecable en todos los rubros, así como se evidencia un notorio cuidado de cada plano, tanto en términos de encuadre como de composición y tiempo interno.