Nubosidad variable
Mientras a un costado comienzan a aparecer los títulos de la película, una cámara inquieta avanza casi a la altura del suelo recorriendo un bosque apagado y lleno de ramas tiradas. Lo evidente de esa presencia algo torpe quizás sea la primera y premonitoria señal de la constante postergación del verdadero encuentro con el mundo de El invierno de los raros. Pero sigamos: de repente y a lo lejos puede verse a Marcia (Paula Lussi), una de las protagonistas, balanceando sus piernas sobre uno de los árboles. Los cortos planos siguientes parecen confirmar la inicial sensación: mientras Marcia acaricia la corteza del árbol y sonríe ante el sol que pega en su cara, hay algo en ese ambiente que ya exhala artificialidad. Pero no es tanto la melancolía típicamente invernal con la que el solitario personaje actúa, sino mas bien el diálogo que seguidamente se desarrolla entre ésta y Sabrina (Elisa Gagliano), una desconocida recién llegada al pueblo a la que Marcia se acerca ni bien ve pasar y con la cual comienza una especie de monólogo con preguntas-respuestas de pura asociación libre, siempre curiosas e inevitablemente impregnadas del fantasma de algún papel actoral de esos diseñados para –o a partir de– Inés Efrón. Así es que la rareza, la curiosidad y la ternura que caracterizan a Marcia no alcanzan para conocerla: aquel aspecto extraño, marciano en ella tiene a simple vista la etiqueta de lo importado, de lo ya visto.
Son principalmente estos primeros minutos y otros cuantos más posteriores los que van a confirmar ciertos vicios en El invierno de los raros; vicios que enhebran un fino pero molesto halo de artificialidad que, al menos en un principio, tiñe todas las escenas y abandona a sus personajes ante el imán de lo convencional y lo simulado. En un relato en donde gran parte de lo que se cuenta es revelado a partir de pequeños indicios, gestos y palabras, debemos conformarnos con conocer a los personajes –paradójicamente– a través de lugares comunes. Es decir, no sé qué tanto caracteriza a Fabián (Luis Machín) en cuanto individuo como el comer desprolijamente una medialuna con azúcar impalpable, casi sin tragar ni limpiarse la boca, o qué fiel descripción hay de Rocío (Maitén Laguna) en la frialdad de sus gestos ante el mensaje de contestador de una madre que reclama su presencia. Son imágenes que globalmente no dicen mucho más que lo que dijeron en otras películas; imágenes que antes de acercar alejan y empañan el lente a través del cual queremos ver.
Hacia los minutos cercanos al final y casi como si esta hubiese sido la historia de cómo los protagonistas lograron librarse de ser raros, o enteramente mediocres, la pantalla se va despejando de nubosidades. En algunos casos, como el del personaje de Sabrina, la autenticidad consigue finalmente imponerse; en otros, como el de la madre de Marcia, no tanto. Una escena que da cuenta de este potencial finalmente aprovechado es la que protagonizan cuatro de los personajes (Gustavo, Fabián, Marcia y su madre) que, sentados en una grada y una vez terminada la fiesta en la que estaban, comparten cigarrillos y sonrisas cómplices mientras Fabián juega con un globo. En el mismo plano amplio en que puede vérselos disfrutando de ese momento en silencio,Fabián tira el globo para arriba y jugando se golpea con él en la cara. El mínimo gesto de vergüenza por la torpeza que queda evidente en ese momento –incluso de lejos, aún compartiendo la escena con otros tres protagonistas– le otorga a Fabián ese encanto que, escondido detrás del nubarrón de azúcar impalpable, nunca se había hecho nítido.
El invierno de los raros termina finalmente su relato dejando una sensación ambigua: la artificialidad que opacó más de la primera mitad recién ha hecho las valijas y todavía se la ve yéndose a lo lejos. El despeje en la pantalla llega justo cuando los personajes se van, justo cuando algo en ellos ya ha cambiado. Gran parte de la historia de estos raros se ha perdido entre las nubes, y el cielo completamente azul no sirve de mucho: el invierno ya terminó.