Un filme existencial
El cine cordobés está en marcha, y es una noticia para celebrar, más allá de que todo está aún por hacerse y de que el camino que comienza con el estreno de tres largometrajes financiados por el Instituto Nacional de Cine (INCAA), a través del gobierno de la provincia, es pura incertidumbre y potencialidad, acaso un manojo de sueños heterogéneos que habrá que ver dónde terminan. Pero como dice Roger Koza, hay algo que se está gestando en Córdoba en materia cinematográfica, no sólo por los estrenos que hoy comenzaremos a comentar, sino también por el surgimiento y consolidación de una comunidad cinéfila cada vez más amplia y exigente. Este presente esperanzador se puede corroborar incluso en los festivales, empezando por la participación de la excelente Yatasto, de Hermes Paralluelo, en la Competencia Internacional del Bafici (donde probablemente se lleve algún premio), y siguiendo por el foco de cine cordobés que anunció el Festival de Cine de Valdivia, un dato elocuente que confirma las ilusiones.
Lo más importante, sin embargo, son las películas y sus propuestas, las búsquedas estéticas y narrativas que, en su natural y celebrable diversidad, pueden (y deben) aspirar a ser buen cine: nada impide que en Córdoba se filmen grandes películas, y a ese norte debemos apuntar. El primer estreno del colectivo Cine Cordobés, El invierno de los raros, de Rodrigo Guerrero (ver horarios en página 4), invita por suerte a esperanzarse, no sólo porque se trata de una película con un claro ánimo experimental, que busca encontrar un lenguaje propio a partir de un posicionamiento estético y cinematográfico particular, sino porque además es un filme que apuesta a abrir nuevos caminos, que hace de la ambigüedad su centro narrativo, y además evita caer en las típicas concesiones del (sub)género que integra. Filme coral de tono existencial, El invierno… podría ser rápidamente emparentable con cierta corriente del hoy olvidado Nuevo Cine Argentino (aquella que Gustavo Noriega cuestionó en su artículo “La tristeza de los niños ricos”), pero seguramente sería un error encasillarla en esos márgenes, pues si bien comparte algunas características (parece ser, concientemente, a-histórica, habría que ver si también comparte su despolitización), al mismo tiempo los trasciende ampliamente, y en todo caso no participa de su tendencia a caer en la solemnidad (eje de la crítica de Noriega). El invierno es un filme legítimamente existencial, que explora con humildad y a veces lucidez las angustias y pesares de seis personajes durante un lapso específico de tiempo, que no busca dejar grandes mensajes ni tratar temas pretenciosos, pero que sí intenta dialogar con el mundo en que vivimos: su aspiración es precisamente plantear algunas preguntas al espectador, sin darle respuestas precocinadas. Seis personajes se encuentran, cruzan y conviven en un pueblo impreciso (que no es pequeño, e incluso podría ser una ciudad rural), que parece detenido en el tiempo, y acaso funge como la manifestación material de su estado anímico: cierta angustia inclasificable, algún tipo de tristeza imprecisa, es el denominador común de todos ellos. Está Marcia (Paula Lussi), una joven alegre y levemente idealista, que traba amistad con Sabrina (Elisa Gagliano, que interpreta a una visitante que acaba de llegar sin razón aparente), y además está secretamente enamorada de Gustavo (Lautaro Delgado), un obrero rural dedicado a su rutina laboral. También está Fabián (Luis Machín), un hombre obsesionado con una bella profesora de danza llamada Rocío (Maitén Laguna, que sobrelleva una mala relación con una madre posesiva), a quien persigue a todas partes y acosa por teléfono, y que en algún momento se encontrará con la madre de Marcia, una mujer amargada y aplastada por los años, que suele tener ataques de furia. Cada uno anda en búsqueda de alguna forma imprecisa de amor, al menos un mero gesto de cariño que mitigue su gran soledad, pero la incomunicación es regla, y la represión su consecuencia concomitante.
Lúcidamente filmada, Guerrero apuesta a la cámara al hombro y al plano secuencia como fundamento básico de su cine, lo que demuestra una clara conciencia formal: El invierno… se convierte en un filme hipnótico, pleno de climas y tonos sugerentes, enfatizados por una banda musical (con sonidos eléctricos y música pop) que a veces irrumpe como pequeños oasis en medio del relato (con la suficiente inteligencia como para despegarse de la estética de videoclip). Los planos cerrados sobre sus protagonistas (donde casi siempre se interponen objetos entre la cámara y los actores, potenciando la profundidad de campo), seguidos obsesivamente por la cámara de Guerrero (al estilo de Gus Van Sant), se intercalan con grandes planos generales del campo y el pueblo, estableciendo una dialéctica formal que sirve para explorar el espacio existencial de los personajes y su relación con el ambiente. Los encuadres denotan además una búsqueda conciente de belleza, lo que confirma que Guerrero entiende al cine como un arte mayor. La ambigüedad, empero, es el centro luminoso del filme, desde el que se disparan continuamente nuevas lecturas y sentidos, potenciadas sin duda por la buena performance de los actores, aunque su fuerza irá menguando a medida que se resuelvan algunas subtramas. Una resolución abierta, por cierto, pero que dejará un discreto (y válido) lugar a la esperanza.