Un western minimalista y patagónico.
Con un notable uso de las locaciones, el film de Torres convierte los amplios paisajes en un reñidero a cielo abierto.
El hombre viejo camina los cientos de metros que separan su casita de las cuchas de los perros, un par de huesos rebotando en el balde, en lo que puede adivinarse como una rutina cotidiana que se lleva a cabo desde el inicio de los tiempos. Ese encuadre cerrado sobre sus espaldas tiene su contraparte en un regreso a plano abierto, primer atisbo de la inmensidad del paisaje que lo rodea, una inconfundible topografía patagónica. El marco imponente, agreste y duro será un personaje más –y no precisamente de los menos importantes– de El invierno, la ópera prima de Emiliano Torres que acaba de ganar el Premio Especial del Jurado (ex aequo) y otro por su fotografía (cortesía de Ramiro Civita) en el Festival de San Sebastián. El otro actor esencial del triángulo no tardará en aparecer: Jara, un trabajador golondrina del norte del país, recién llegado al lugar junto con otros jóvenes contratados especialmente para la temporada de esquila.
Evans, el hombre viejo, no es el dueño de la estancia, apenas el capanga, aunque en su permanencia en la tierra ha echado raíces tan profundas que sus actitudes pueden confundirse con las de sus patrones. Nadie lo sabe aún, pero Jara lo reemplazará en poco tiempo más, núcleo del puñado de conflictos que Torres y su coguionista Marcelo Chaparro irán construyendo con meticulosa paciencia. Las tensiones de clase no tardan en manifestarse y El invierno hace de los lugares y posiciones –físicas y metafóricas– uno de los puntos de anclaje de su estructura. La violencia no es literal, al menos en un primer momento, pero su contención se advierte frágil, como si fuera a estallar de un momento a otro y cuando menos se la espera. La relación entre Jara (Cristian Salguero, visto recientemente en La patota) y Evans (el chileno Alejandro Sieveking) es virtualmente inexistente hasta el momento en el que uno desplaza al otro como centinela, pero la película introduce desde un primer momento una narración con múltiples puntos de vista, allanando el terreno para la futura bifurcación y posterior convergencia en un callejón sin salida.
El film de Emiliano Torres (cuya extensa trayectoria como asistente de otros directores incluye trabajos junto a Marco Bechis, Daniel Burman y Albertina Carri) describe usos, costumbres y códigos de un microcosmos absolutamente diferente al del espectador urbano ubicado del otro lado de la pantalla. Y lo hace con una atención milimétrica, por momentos de rasgos pseudo documentalistas. Sobre ese aspecto “observacional” (entre comillas: se trata, al fin y al cabo, de una construcción cinematográfica), se monta el relato de las relaciones entre los personajes –Jara, Evans, su jefe directo, interpretado por Pablo Cedrón, los nuevos dueños franceses– y los espacios: el galpón, el ranchito del cuidador, la casa principal a la que sólo se accede en ocasiones especiales, los espacios abiertos. Los primeros dos tercios del film alternan esos dos modos hasta que el relato parece quedarse sin aliento, como si hubiera dado demasiadas vueltas en círculo; el contraste de la vida de aquel que se va y del otro que llega –ambos, se revelará, hombres de familia– el aparente piso de ciertas convenciones narrativas a las que el relato tambiénadhiere.
Pero es allí donde El invierno –ciclo que llega todos los años, inexorablemente, dejando al hombre rodeado de soledad y miedo– da un golpe de timón y pone en primer plano esa violencia hasta ese momento reprimida, haciéndola protagonista. Como si se tratara de un western lacónico y minimalista (y patagónico), Torres termina así de darle forma a la descripción de un universo con reglas propias, la historia de hombres endurecidos por el ambiente y la necesidad, dueños de un orgullo que se cree propio, pero que ha sido, apenas,tomado en préstamo. Evitando la mirada preciosista del turista embelesado por lo que tiene delante de la lente de su cámara, el film reconstruye –a partir de un notable uso de las locaciones– un espacio tan amplio que resulta, paradójicamente, claustrofóbico, y hace de las criaturas que lo transitan los peones de un tablero siempre dispuesto a la posibilidad de la agresión, el dolor e incluso la tragedia.