EL HOMBRE COMO LOBO DEL HOMBRE
En su ópera prima como director, el experimentado asistente de dirección Emiliano Torres trabaja con la textura de un western áspero y sureño diversos temas que tienen un subtexto social: lo viejo amenazado por lo joven, las duras condiciones laborales en los sectores rurales, el capitalismo reconvertido pero siempre frío y distante desde una perspectiva humana, el límite moral que trazan las decisiones vinculadas con el espíritu de subsistencia, lo familiar contrapuesto a la soledad de algunos trabajos que son, paradójicamente, fuente de ingresos para sostener lo primero; incluso analiza las interrelaciones en grupos masculinos atravesados por un machismo exacerbado. Pero lo realmente interesante en la mirada de Torres es que nunca los temas (que son muchos) se imponen a lo narrativo, a lo que se cuenta en primer plano, con una solidez infrecuente para un debutante, tanto para narrar como para organizar las diversas capas discursivas de su película.
El invierno cuenta dos historias en paralelo, la del viejo capataz Evans (Alejandro Sieveking) y la de su joven reemplazante Jara (Cristian Salguero), historias que se cruzan y que, en esa fricción, permiten que el film vaya mutando de drama rural a thriller, a la vez que condiciona el horizonte de sus protagonistas. La llegada de Jara a la estancia sureña motiva el despido de Evans, hombre huraño alejado de la calidez familiar a la que ahora se ve obligado a regresar. Pero la frustración del viejo en ese regreso a la sociedad se espeja en la experiencia de Jara, a quien no le será nada fácil controlar la actividad de la estancia acechada por bribones y cuatreros durante ese invierno solitario. De alguna manera, todo esto va tensando un clima espeso que amenaza siempre con salirse de cauce. La violencia, afincada e intrínseca, se irá desbordando progresivamente. Duelo tácito (los personajes casi ni se relacionan en las jornadas que comparten, pero son conscientes de lo que representa la presencia del otro), uno intuye que Evans y Jara volverán a verse las caras en algún momento.
Más allá de algunos objetos que operan como metáforas algo remarcadas (un muñeco de madera que Jara talla para su hijo), Torres es muy preciso tanto en la manera que trabaja las emociones de sus personajes como en la forma en que hace que el paisaje (descomunal y fotografiado a la perfección) ingrese en el relato. Por un lado, las actuaciones son secas y hieráticas, pero sin exagerar el rasgo estético y logrando un verosímil riguroso; por el otro, El invierno corre el riesgo de sucumbir a cierto paisajismo pero el director siempre encuentra la salida para que se justifique cada plano general en pos de acentuar la soledad y pequeñez de los personajes. En esa contraposición, la de los personajes con su entorno, es que la película define su carácter seco, árido, introspectivo. Y las decisiones de puesta en escena del director son de una precisión envidiable.
Pero hay un tercer ámbito que se debate en El invierno, que a veces está presente aunque mayormente ocupa un espacio off agobiante: y ese es el capitalismo, el mundo del dinero y de las transacciones, de los negocios que se valen de lo humano como principal materia prima. Cuando los personajes creen estar tomando una decisión (desde negar la existencia de una familia a decidir volver al lugar del que ha sido expulsado), es en verdad una acción condicionada por un sistema que utiliza y descarta. El invierno, sin hacerlo explícito ni marcarlo demasiado, apuesta por una estructura circular en la que las situaciones se repiten pero cambian los protagonistas, en una forma de recrear también la perversidad de las leyes del mercado. La idea es la de un tiempo que se continúa y replica, donde lo nuevo va devorándose a lo viejo, y donde un poder externo determina la supervivencia del más apto. Allí aparecen los personajes de Adrián Fondari y Pablo Cedrón como representantes de ese poder que define, a la distancia, el destino de estos hombres.
Como lo hiciera en su tiempo el filósofo Thomas Hobbes, Torres se apodera en El invierno de la máxima que indica que el hombre es el lobo del hombre. La pone en escena con indudables herramientas cinematográficas, en un film que demuestra tantas filiaciones como capacidad para construir un discurso autónomo, incluso de cierto cine nacional independiente agotado y reiterativo.