"El irlandés": paredes pintadas de rojo
La mejor película del director en 30 años se verá por una semana solamente en una única sala porteña y un puñado de cines del interior, para luego llegar a Netflix.
No resulta arriesgado afirmar que El irlandés es la mejor película de Martin Scorsese en casi 30 años. Desde Buenos muchachos (1990) --que funciona casi como su espejo invertido-- que el gran cineasta estadounidense no hacía un film de una envergadura semejante, un capolavoro que se conecta de manera directa con lo más identitario de su obra a la vez que la enriquece y la amplía de modos insospechados. Es lamentable que una película de uno de los grandes autores del cine contemporáneo, claramente concebida para ser exhibida en pantalla grande (como se pudo disfrutar en la clausura del Festival de Mar del Plata), a partir de hoy solamente se pueda ver por unos pocos días en una única sala de la ciudad de Buenos Aires y en un puñado del interior del país, a raíz de la férrea política de exhibición que impone su compañía productora Netflix, obstinada en privilegiar su plataforma digital.
Basada en un libro documental del ex fiscal estadounidense Charles Brandt que lleva por título I Heard You Paint Houses, no pasan más de cinco de los 210 minutos que dura El irlandéspara que el espectador se entere de qué manera –y de qué color— solía pintar las paredes Frank "The Irishman" Sheeran. Ni Jackson Pollock con su “action painting” fue más rápido y eficaz en lo suyo. Y los rojos profundos --los preferidos de Sheeran-- no tienen nada que envidiarle en intensidad a los de Mark Rothko.
Frank Sheeran (Robert De Niro, también en su mejor trabajo en décadas) era un veterano de la Segunda Guerra Mundial, con amplia experiencia como soldado de infantería en la invasión de Sicilia y la batalla de Anzio, cuando es reclutado por la familia mafiosa Buffalino, más precisamente por la cabeza del clan, Russell (Joe Pesci). Por entonces, Frank era un simple camionero y descubre la manera de ganarse unos dólares extra robando la mercadería que él mismo transportaba. Que fueran reses recién salidas del matadero es casi una premonición de los encargos de mayor envergadura que poco a poco le irán confiando tanto Russell Buffalino como su socio Angelo Bruno (Harvey Keitel). A esos italianos les gustaba el modo veloz, discreto y eficiente con el que este irlandés de pocas palabras era capaz de eliminar a todo a aquel que se interpusiera en los negocios del clan.
Lo que hace Frank, en definitiva, no es muy distinto a lo que hacía en la guerra: cumple órdenes. En la visión de Scorsese y su extraordinario guionista Steven Zaillian (que ya trabajó con Marty en Gangs of New York y también con sus amigos Brian De Palma y Steven Spielberg), no hubo nada de heroico en el paso de Sheeran por el ejército. Aprendió a matar, simplemente. Incluso a ejecutar a prisioneros a sangre fría. A diferencia de la épica bélica que siempre fomentó Hollywood, con apenas un par de pinceladas Scorsese invierte el tablero y da cuenta del tipo de formación con que solían regresar los soldados que habían combatido en Europa. Al menos Sheeran, que era una máquina de matar.
Como ya sucedía en Goodfellas, el protagonista es también el narrador en primera persona, aquel que va enhebrando recuerdos y anécdotas. Y también como en Buenos muchachos, el relato avanza y retrocede en el tiempo, un poco a la manera de Faulkner, como un libre fluir de la conciencia. Es notable cómo Scorsese y su histórica montajista Thelma Schoonmaker logran entrar y salir de esa estructura con una facilidad y un ritmo deslumbrantes. Si es necesario, la película pisa el acelerador y resuelve personajes y situaciones con la misma celeridad con que Sheeran vacía el cargador de sus armas, de las que luego sistemáticamente se deshace. Y cuando el director lo considera pertinente, The Irishman se detiene todo el tiempo que sea necesario en diálogos aparentemente banales, en discusiones absurdas, en detalles que pueden parecer fútiles, pero que sin embargo resultan determinantes para comprender no sólo la naturaleza de sus personajes sino también el contexto político de su época.
Ya en Casino (1995), título significativo si los hay, Scorsese había dado muestras de cómo funciona en esencia el sistema capitalista que rige la economía de su país: como una mesa de apuestas en la que sólo gana la banca. Pero aquí en The Irishman va aún más lejos y se interna no sólo en los procesos de acumulación de capital por parte de la mafia sino también en sus contactos políticos y sindicales, básicos para la construcción de poder. Es aquí cuando aparece el tercer vértice del triángulo equilátero que conforman primero De Niro y Pesci y al que se suma el gran Al Pacino, como Jimmy Hoffa, legendario líder del gremio de los camioneros en los Estados Unidos.
Es Buffalino quien tiene contacto directo con Hoffa y quien le presenta a Frank como el hombre de confianza que necesita, para todo servicio: guardaespaldas, consigliere y hasta su mejor amigo incluso. Es gracioso verlos juntos en piyama, como un matrimonio entrado en años, discutiendo tácticas gremiales desde sus camas gemelas, en uno de los tantos hoteles a los que los llevaban sus giras proselitistas. De una ambición desmesurada, Hoffa gustaba demostrar el poder de su gremio y alardear de sus conexiones políticas, que no tenían necesariamente un fundamento ideológico sino esencialmente pragmático.
Su apoyo económico a la campaña de John Fitzgerald Kennedy, por ejemplo, fomentado por el mismísimo Frank Sinatra (Scorsese no se priva de dar nombres propios), estuvo ligado no sólo a conseguir ascenso social sino también a derrocar a Fidel Castro para que sus amigos de la mafia pudieran volver a instalar sus casinos en Cuba. El fracaso de la invasión a Bahía de los Cochinos (es Sheeran quien lleva en un camión a Florida las armas que usarán los cubanos entrenados por la CIA) y la persecución que el fiscal Bob Kennedy hace de Hoffa en busca de su propia notoriedad ponen en pie de guerra a los clanes mafiosos italianos, que de la noche a la mañana pasan a revistar junto a los republicanos de Richard Nixon.
Si Scorsese nunca se había metido tan profundamente en política, hay una estructura mítica que nunca abandona y que aquí reaparece con más fuerza que nunca: el tema de Judas. Desde Calles peligrosas (1973) hasta Los infiltrados (2006) pasando por La última tentación de Cristo(1988) y por supuesto por Goodfellas, el problema de la traición atraviesa como una espada toda su obra. Y aquí Frank Sheeran, en una encrucijada que marca casi toda la última hora de película, deberá decidir a quién de sus mentores rinde lealtad y a quien traiciona y finalmente mata. Que a la vez, Sheeran se comporte puertas adentro de su casa, como un padre ejemplar, no impide la mirada muda pero de terror primero y desprecio después de su hija mayor (Anna Paquin), que le agrega una capa más de lectura a esta suerte de réquiem otoñal, donde los buenos muchachos hace tiempo que han dejado de serlo.