“El irlandés” no es sólo una vasta crónica de más de cincuenta años de historia estadounidense en la mirada de Martin Scorsese sino, sobre todo, su magistral canto del cisne del género de gángsters; su amorosa despedida de la forma, el estilo y los personajes con los que el Hollywood del siglo pasado concibió, desarrolló y canonizó ese género, del que formó parte ineludible con títulos como “Buenos muchachos” o “Casino”. En esta película crepuscular, de ritmo, tiempo y colores tan distintos, el gangster, antes que sujeto dramático, adquiere una categoría tan filosófica como la que el compadrito tuvo para Borges. Lo que aquí está en escena no es una trama sino una poética.
Basada en el libro periodístico de Steven Zaillian “I Heard You Paint Houses” (“Oí que usted pinta casas”: sarcasmo criminal con el que se le pregunta a un sicario si es capaz de “pintar una pared de rojo”), la historia de “El irlandés” se ocupa, una vez más, de la vida y desaparición (nunca aclarada) del célebre jefe sindical de los camioneros Jimmy Hoffa, interpretado por Al Pacino.
A diferencia de versiones anteriores, en especial “Hoffa” (1992), de Danny De Vito, donde Jack Nicholson hacía ese papel, y también (aunque con nombres ficticios), “F.I.S.T.” (1978), de Norman Jewison, con Sylvester Stallone como el líder gremial, la versión Scorsese no acentúa el mero aspecto biográfico del ascenso y caída de una de las figuras centrales de la sociedad norteamericana de mediados del siglo XX, sino que se vale de su leyenda -casi como pretexto- para desplegar esa memoria a la que se aludía antes. Desde ese lugar dialoga, en un presente que no es ni nostálgico ni otro “homenaje a…”, sino su avatar final, con todos aquellos amados fantasmas que construyeron una identidad cinematográfica, desde Scarface a Vito Corleone, y que hoy no existen más que en las cinematecas.
En esa perspectiva, tanto las estrechas relaciones que mantuvo Hoffa con figuras del crimen organizado ítaloamericano en los años 50 y 60, como el libro-base centrado en su lugarteniente y confeso verdugo, el irlandés Frank Sheeran (Robert De Niro), habilitan al director de “Taxi Driver” a desplazar el acento del relato de la turbulenta trayectoria del sindicalista para subrayar, a partir de la semblanza de los mafiosos con los que convivió, de su ética y estética, la agonía de un género cinematográfico que reflexiona sobre sí mismo en su culminación. Los films anteriores sobre Hoffa, al igual que tantos documentales, ofrecían diferentes hipótesis sobre su asesinato en 1975. Lo que hace Scorsese, aun apoyado en la versión del propio Sheeran (testimonio tampoco verificado por los peritos, que jamás encontraron el cadáver del sindicalista) es una interpretación dramática tan extraordinaria que hasta relativiza el interés por el rigor histórico.
Esa interpretación se basa en la relación entre Hoffa y Sheeran, un complejo vínculo a la vez de respeto, sumisión, admiración, lealtad y traición, que fue forjado por el tercer protagonista, el “padrino” de Pennsylvania Russell Bufalino (Joe Pesci, cuya actuación es, quizá, la más admirable de toda la película). Es Bufalino quien con ese aire pacífico, reposado y siniestro, maneja los hilos, y así su punto de vista, despegado de ambos, le pone distancia -y sabiduría- al relato.
Bastarían sólo dos escenas, ambas con Pesci, para que el espectador (sobre todo ese espectador con pasado cinematográfico, que se sentirá involucrado de inmediato) sepa que con “El irlandés” está ante un clásico instantáneo. Porque esta película es eso: un clásico en presente. En una de esas escenas Bufalino ni siquiera habla: sentado a la mesa del restaurante de un hotel, sólo observa fijamente al irlandés cuando otro capomafia, Angelo Bruno (Harvey Keitel, cuya brevísima participación deja con ganas de más), le revela que, después de haber cometido una torpeza, salvó su vida gracias a Bufalino. “Tienes un buen amigo, tienes de verdad un buen amigo”.
En la otra, no menos antológica, Bufalino no mira a De Niro: mientras se prepara una ensalada, le encarga una misión inconcebible a ese “pintor de paredes en rojo”, un veterano de guerra que, en el fondo, conserva su inocencia, los restos de una moral anestesiada, y el dolor de que una de sus hijas, la única que intuye su profesión, abomine de él. “Sé cómo te sientes, Frank, pero viene de arriba”, dice Bufalino, como si administrara el “fatum” que rige la religión mafiosa, y contra el que nada puede hacerse.
Los últimos treinta minutos de sus tres horas y media (exceso al que se entrega Scorsese sin que se tenga nunca la sensación de ‘maratón’ netflixiana) es una de las despedidas más tocantes que se haya hecho el cine a sí mismo: ese cine que hoy necesita presupuestariamente de sus propios verdugos para sobrevivir, para hallar aún un nicho en la cultura del nuevo siglo. Y a propósito de nichos: “Non omnis moriar”, “No moriré del todo”, decía el poeta latino Horacio en su famosa oda, “sino que una parte de mí evitará la muerte”. Sheeran el irlandés, del mismo modo, no quiere que sus restos sean cremados porque eso es “morir definitivamente”, pero también la tierra lo es: sólo un pequeño nicho en una galería, en lo alto, quizá no lo sea tanto: un orgulloso recordatorio del cine que alguna vez existió en medio de tantos superhéroes vacíos.