El tiempo en la distancia y su transcurso natural suele colocar a hechos artísticos y a sus creadores en su justo lugar. Difícil resulta dimensionar en su justa medida una obra fílmica, o una trayectoria, sin esa brecha temporal y la perspectiva que esta brinda. Sin embargo, existen momentos (y han existido en la historia del cine) en donde nos sentamos frente a la gran pantalla sabiendo que estamos a puntos de ser testigos de algo verdaderamente especial. “The Irishman” constituye uno de esos preciados momentos y lo sabíamos con anticipación. No hay cinéfilo que no haya soñado despierto desde que se enterara de la histórica reunión cumbre que reunía a Martin Scorsese, Robert De Niro y Al Pacino en una misma película.
En una era en donde el indetenible avance digital tiñe al relato contemporáneo de una artificiosidad peligrosa, hemos escuchado hablar, en más de una ocasión, de la refundación del cine en términos de la validación de un nuevo canon para el discurso audiovisual, regido por normas menos románticas y más virtuales. Bregando por un cine de corte clásico y protagonistas de carne y hueso, la lente inquieta de Scorsese vibra transitando los pliegues del lenguaje. Al tiempo que homenajea su propio legado, nos regala un duelo actoral de dos inmensos monstruos sagrados de la interpretación. Desafía los licuados tiempos del vértigo visual, apaciguando ánimos apurados. Nos invita a degustar. Nos emociona y nos inspira. ¿Hace falta algo más? Su cine está más vivo que nunca. ¿Dijimos refundación?. “El Irlandés” es una absoluta obra maestra.
Vivimos épocas de furor por plataformas de streaming y escasa concurrencia a las salas. También de fríos cálculos: el eminente factor bussiness que opaca la pureza del arte y mide su éxito en réditos comerciales. Y teje alianzas, como la de la cadena Netflix, que adquirió los derechos para proyectar “The Irishman”, la última película del inagotable Martin Scorsese, en una maniobra similar a la que recurriera el pasado año con “Roma”(2018) , de Alfonso Cuarón. Estrenada en un circuito de salas notoriamente reducido, este auténtico hito del cine moderno será disfrutado en la gran pantalla (como debe ser) por unos pocos afortunados.
Síntomas del mercado industrial de estos tiempos, aspecto que no empaña (aunque disminuye) el impacto que semejante épica cinematográfica causa sobre aquellos fieles cinéfilos, dispuestos a internarse en la desproporcionada historia que el tándem Scorsese-Zaillan (en labores de dirección y guión adaptado, respectivamente) concibe a lo largo de 210 minutos de duración. Asombra pensar que supera, en metraje, a cada una de las entregas de la impar saga “El Padrino” (1972-1974-1990). Basada en el libro biográfico “I Heard You Paint Houses” del investigador judicial Charles Brandt, el cineasta neoyorkino retorna al mundo del hampa que tan familiar le resulta. Recordamos celebradas incursiones en “Malas Calles” (1973), “Buenos Muchachos” (1990) y “Casino” (1995).
Martin Scorsese no parece contemporáneo. Más bien parece salido de esa camada de directores surgidos en la época de oro de Hollywood allá por los años ’40, dirigiendo a la par de Orson Welles, Otto Preminger, Billy Wilder o Fritz Lang. Sin embargo, es uno de los realizadores más prolíficos del siglo XXI, entre tanto producto artificioso que el cine hoy produce y consume. Alejado de todo vedetismo y banalidad, a sus 77 fértiles años, Scorsese es uno de esos pocos grandes autores que enaltecen al cine como expresión artística y que se comprometen a nivel social con sus obras, las que son revisionadas como objetos de cultura. Creador de joyas fílmicas indiscutibles, su filmografía habla por sí sola.
Scorsese surge cinematográficamente en medio de un panorama que para Hollywood resultaba confuso, atravesando un período de revisión y cambio. A fines de los ’60, la crisis había golpeado a los grandes estudios: los géneros clásicos fueron cuestionados y allí, desde el vacío absoluto, se les dio espacio a una camada de directores independientes que aportarían algo de frescura y nuevas temáticas. Renovadas visiones en el insurgente cine de autor de la más pura vanguardia: una estirpe neoyorquina encabezada por un gran referente del cine indie como John Cassavetes tenía al cineasta en cuestión -junto a Brian De Palma, Woody Allen y Bob Rafelson– como estandarte selecto de un cine prometedor, novedoso y audaz. ¿Cómo es posible entender, que a más de cincuenta años de su debut (1967, “Who’s That Knocking at My Door”), este inoxidable genio conserve la lucidez de concebir semejante obra maestra?
El inicio de “The Irishman” nos cautiva con su plano secuencia. La cámara se desplaza, lenta, pero firmemente, mientras de fondo suena uno de los temas leitmotiv de la película: “In the Still of the Night” (1956), de The Five Satins. Esta es la primerísima prueba del exquisito paladar jazzero de Scorsese, quien nos encantará con melodías típicas del género a lo largo del suntuoso recorrido, convirtiendo a la música en un imprescindible condimento. La cámara sigue deslizándose y se posa sobre un hombre, que yace inmóvil, sentado, de espaldas. Scorsese coloca su cámara sobre su mano y vemos su anillo. Un objeto que adquirirá sentido más adelante y será sinónimo de poder (‘solo tres personas en el mundo poseen uno de estos y solo uno es irlandés’, entre otras frases que pasarán a la rica historia del cine). La cámara sigue moviéndose, busca el rostro del anciano. Pronto sabremos que es Robert De Niro mirando a la lente del neoyorkino, y ese instante constituye uno de los momentos más emocionantes que todo cinéfilo pueda apreciar. El séptimo arte ha contado otro cuento de fábula, fábrica inagotable que hace realidad el sueño de unir a dos leyendas, cuyas carreras no hubieran sido de la misma forma, el uno sin el otro.
Flashback a 1973. “Malas Calles”, la película en donde el dúo Scorsese-De Niro se estrenó, encadenando un rosario de gemas en celuloide que engalanarían una década prodigiosa: “Taxi Driver” (1976), “New York, New York” (1977), “Toro Salvaje” (1980) y “El Rey de la Comedia” (1982). A “Buenos Muchachos” le siguió “Cabo de Miedo”, que representó el enésimo reto camaleónico de un bestial De Niro para la remake del clásico de J. Lee Thompson. “Casino” (1995) sigue conservándose brillante y nos resulta tan lejana que la dupla nos debía este mágico reencuentro. Flashforward a 2019. A esta historia le faltaba lo mejor y “El Irlandés” se encarga de reunirlos. Este tiempos de reencuentros hace lo propio con Al Pacino (su último trabajo junto a De Niro había sido en la mediocre “Asesinato Justo”, 2008) y con Joe Pesci (semi-retirado de la gran pantalla desde que Bob lo convocara para su propio film “El Buen Pastor”, 2006)
El entendimiento entre el cineasta y el intérprete dos veces ganador del Premio Oscar está intacto. Los ojos de De Niro entienden a Scorsese a la perfección y saben captar con sutileza el rumbo que éste pretende dar a Frank Sheeran (el irlandés al que da vida De Niro, con absoluta soberbia) eje vital del relato. En tanto, el ingenio audiovisual de Marty sabe extraer de cada gesto de De Niro el plano y el encuadre perfecto para deleitarnos. Su personaje nos narra la historia en off durante toda la película y a lo largo de las cuatro décadas que abarca el relato, colocándonos en un grado de focalización (noción de los acontecimientos sucedidos) que genera una atención y propensa un nivel de incertidumbre que convierte a esta gesta épica en un complejo entramado narrativo a modo de ‘cajas chinas’, que incluyen un recorrido introspectivo de un líder mafioso en decadencia contándonos sus memorias, un viaje en carretera (con destino a cumplir un último deber), y las elipsis temporales correspondientes que -a modo de analepsis retrospectiva literaria- terminan de configurar las piezas de este colosal laberinto gangsteril.
En el personaje de Sheeran orbita el relato en su totalidad. Desde los traumas ocasionados por su servicio durante la Segunda Guerra Mundial, a sus humildes inicios en el sindicato de camiones hasta escalar a lo más oscuro del universo mafioso que dominó la costa este americana durante los años ’50, ’60 y ’70. Vemos su núcleo familiar resquebrajarse al tiempo que este fiel servidor al sindicato aprende el gusto de robar a los más poderosos. Luego empuña un arma y sabremos que no vacila un instante en asesinar, ni siquiera a aquel ‘padrino gremial’ que lo amparara de forma incondicional. Si se trata de elegir, salvará su pellejo cueste lo que cueste.
Intimidante, se convierte en un protegido del clan mafioso liderado por el personaje Russell Bufalino, que con estupenda clase compone el magistral Joe Pesci. Altamente disfrutable resulta el vínculo humano y ‘profesional’ que establece con el duro de Sheeran. Solo la estirpe actoral de sendos monumentos de Hollywood y su extensa filmografía en conjunto (es el quinto film que comparten) bastan para brindar algunas de las escenas más encomiables del film. Desde lo genuinamente enternecedor a lo fríamente sanguinario, según la ocasión dictamine. Notoriamente rezagado queda Harvey Keitel, un deleite actoral cuya intervención se asume más como un guiño nostálgico (había participado junto a Scorsese en “Malas Calles”), que en beneficio a una trama poblada de personajes secundarios. Acaso, ¿no hubiéramos amado ver a Chazz Palminteri, Armand Assante, Ray Liotta, Joe Mantegna, Danny Aiello o John Turturro?
Si, por supuesto…todos vinimos a ver a Al Pacino. Magnético, bestial, absorbente. Suya es la pantalla cada vez que aparece en escena y suyo el olimpo actoral que lo resguarda como uno de los intérpretes más grandes de todos los tiempos. Descomunal, su Jimmy Hoffa desborda histrionismo, monólogos altisonantes e improperios marca registrada que parecen una extensión de su Tony Montana. El arco dramático que atraviesa el personaje (un todopoderoso acorralado por su propia autoestima y delirios de grandeza intocable) ofrece algunos de los pasajes más cautivantes de todo el film. Un inolvidable Pacino destila intensidad y convierte en exiguo a cualquier elogio. En su estreno a las órdenes de Scorsese, nos obsequia un tour de forcé emotivo, una masterclass actoral a la hora de componer a un personaje enigmático y desafiante, a quien ya había interpretado en la gran pantalla el no menos brillante Jack Nicholson (para la ópera prima de Danny De Vitto, con guión de David Mamet, en 1992).
Si, además…todos vinimos a ver a Al Pacino actuar junto a Robert De Niro. Estos dos pesos pesados del cine grande americano se miden frente a frente, cerrando un capítulo que adeudaba un encuentro de este calibre. Compartieron cartel pero ninguna escena (por obvias razones cronológicas) en “El Padrino II” (F.F. Coppola, 1974), en tiempos donde ambos se dirimían el trono al mejor actor del momento. Año más tarde, en plena madurez de sendas trayectorias, se convirtieron en ladrón cazado versus policía cazador en “Fuego Contra Fuego” (Michael Mann, 1995). Este ejemplar policial de fin de siglo los posicionó como mutuos némesis al tiempo que los rumores esparcieron la controversia acerca de la mentada lucha de primacías. ¿La famosa escena rodada en plano y contraplano fue compartida o trucada? Nunca lo sabremos. Cierto es que la historia del cine, y ellos mismos, necesitaban un encuentro de esta magnitud.
La reconstrucción de época realizada por Scorsese resulta brillante. Su cuidadosa recreación de escenarios, prestando especial atención a locaciones, vestuario y recurriendo a efectos de maquillaje de lo más creíbles que nos permiten apreciar el envejecimiento físico de sus personajes, el realizador culmina la fina planificación de este imponente fresco de la historia americana del siglo XX. Con el progreso del automóvil y las modas publicitarias como referencia epocal, nos sitúa en medio de una carretera desolada, nos abandona en una vieja gasolinera para luego llevarnos al corazón de la Little Italy nocturna. Nos invita a bares de dudosa reputación a degustar de sus tragos autóctonos y delicias gastronómicas, cuyos ilustres comensales pueblan los titulares matutinos de la sección policial. Muchos de ellos no llegan a ver la luz del día, ajusticiados por el temible Frank, veterano de combate, otrora fiel conductor de camiones devenido en estafador, pirómano y sicario.
El superlativo lienzo socio-político trazado por Scorsese nos sume en los mecanismos mafiosos, los arreglos judiciales, las conexiones políticas, las conspiraciones sindicales y los dramas familiares. Convirtiéndonos en testigos del traslado en décadas de un reguero de sangre y violencia (pensemos en la segregación racial y en la cantidad de líderes políticos asesinados durante esa brecha temporal), se anima a una crónica pormenorizada sobre la misteriosa desaparición del carismático líder Jimmy Hoffa, también esboza las turbias implicancias políticas de la familia Kennedy (y el asesinato de JFK, ejerciendo la presidencia, en 1963, sobre el que se tejen un sinfín de conjeturas) y desliza su mirada acerca del comprometido comportamiento que le costara a Richard Nixon la presidencia, en 1974. Todos ellos buscaban detentar la rueda del poder, pocos estaban dispuestos a pagar tan duro precio.
Con un marcado acento crepuscular, el cineasta responsable de recientes gemas como “El Lobo de Wall Street” (2014) y “Silencio” (2016) ofrece su visión del mundo de la mafia con un grado de precisión notable. No pretende redimir al otoñal y vetusto hitman, carente de ética y valores afectivos; tampoco que nos conmovamos ante el ego paternal herido de un ser que se sabe incapaz de redimirse. Sin ponerse jamás solemne, sabe escudriñar el alma y el corazón de un pecador con absoluta nobleza y un rebosante sentido del humor. Si, también habrá lugar para la risa genuina, porque este experimentado retratista de la devastación moral humana sabe, ante todo, que las reglas del juego mafioso dictan que el tiempo y la suerte son dos grandes aliados, hasta que ‘las cosas son como deben ser’. Luego, el lento proceso de declive que lleva a la autoeliminación del clan, al fratricida enfrentamiento, a la cárcel, al hospicio de ancianos y a la solitaria muerte.
En su inabarcable brillantez, “El Irlandés” se conforma de cuantiosas virtudes. Sin embargo, Scorsese sabe que una narrativa portentosa y un extraordinario manejo del lenguaje cinematográfico son fiables instrumentos para hacer resplandecer a De Niro y Pacino, motores de una película antológica. Desde la primera escena que comparten en pantalla (luego de una conversación telefónica resuelta con gran inventiva, que sirve como delicioso prólogo) al trágico desenlace que culmina el lazo entre ambos, todo cinéfilo disfrutará de la magia que emanan estos dos portentos en pantalla. Camaradas eternos, se entienden y complementan. Una delicia resulta verlos intercambiar parlamentos y gestos que serán material de historia cinematográfica en tiempos por venir. Como Marlon Brando junto a un joven Pacino en la primera entrega de “El Padrino” (1972). Como un maduro De Niro junto a un disminuido Brando en “La Cuenta Final “(Frank Oz, 2001), así se escribe la historia de las grandes estrellas.
Un paciente Scorsese sabe hacer germinar el vínculo entre ‘aspirante’ y ‘líder’ sabedor que allí reside la clave que desentrañará el misterio; para luego intercambiar roles, realidades y destinos de la forma más cruenta y menos condescendiente posible. Con cruda veracidad, cuando la vida está en juego Frank no sabrá de lealtad ni demostrará dubitación alguna. Quizás, este abrupto desenlace -en una secuencia perfectamente resuelta que no adelantaré- sintetice la génesis feroz que reviste (y explica) la existencia de un hombre implacable. “El Irlandés” mide su peso en oro a veinticuatro fotogramas por segundo.
Esta gema cinematográfica penetra en el resquicio moral de estos dioses del hampa, convirtiendo la crónica del ascenso, auge y caída del clan mafioso retratado en un sueño cinematográfico impostergable. Sí, Scorsese lo hizo de nuevo y mejor que nunca.