Arma de doble filo
En “El joven Ahmed” los hermanos Dardenne conciben una parábola del terrorismo en el accionar de un joven islámico.
En los tres actos encubiertos de El joven Ahmed los hermanos Dardenne vuelven a enlazar dilema moral con personaje joven, esta vez en clave religiosa. A su estilo de tomas concisas y veloces, los directores belgas ponen en primer plano al ruludo Ahmed (Idir Ben Addi), adolescente de suburbio europeo introducido al islam dogmático por un imán almacenero (Othmane Moumen).
Desde un primer momento se percibe que el protagonista es díscolo, impulsivo e intransigente: huye de clase, se pelea con su madre, lanza expresiones misóginas y antisemitas. Por otro lado la cámara lo capta en la intimidad del rezo, en el estudio silente de textos sagrados.
El conflicto sucede cuando su imán, que lo hace navegar por páginas web sectarias, le señala a una maestra escolar conciliadora (Myriem Akheddiou) como una “apóstata”, y el chico se decide a atacarla.
Será esa incómoda secuencia de homicidio premeditado llevada a cabo por una conciencia no adulta la que (junto a otras dos) puntúe la tesis fluctuante del filme. Ahmed falla, y buena parte de la película se despliega en la granja donde el joven presta trabajo comunitario.
Allí el penitente alimenta animales, practica deportes, recibe la visita de su madre y se aferra a una actitud peligrosamente indócil. Es obvio el desplazamiento casi didáctico que hacen los Dardenne de la educación de un terrorista en potencia, pero que Ahmed no consuma su crimen se torna crucial.
Hay una escena sutil en que una chica enamorada de Ahmed le saca los anteojos para verle la mirada: “¿Me preferís borrosa? ¿Cómo en un sueño?”, le pregunta. El joven Ahmed subsume así el binomio de culpa e inocencia al problema más hondo de la transparencia opaca de lo visible.
Toda mirada es moral, se sugiere, y es finalmente el espectador el que se define al juzgar a Ahmed, que jamás cae en la caricaturización maligna o compasiva. De él solo se perciben su accionar torpe e infantil y sus palabras esporádicas, al tiempo que su convicción profunda –su interioridad– permanece inescrutable. No es casual que Ahmed viva escapándose, ocultando y escondiéndose armas (herramientas de rusticidad irrisoria: un cuchillito, una lapicera, un metal, que hablan de su cándida doblez).
Los Dardenne suspenden de esa forma la ley para exhibir el enigma de la conducta desnuda, lo que no quita que en su cine a escala humana sean ellos los dioses encargados de armar parábolas y rematarlas.