Jean-Pierre y Luc Dardenne hacen su debut detrás de cámaras en el mundo del documental, conjugando aspectos históricos y sociales de la región de Valonia, su escenario predilecto. “Falcón” (1986) es la primera ficción que dirigen, una crítica ideológica a las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial y toda una declaración de intenciones de lo que será, posteriormente, su carrera. Podemos constatar sus influencias más inmediatas en el cine naturalista de Robert Bresson y Ken Loach, al que aderezan una vertiente ideológica basada en el filósofo alemán Theodor Adorno, aspecto que prefigura intereses que giran en torno a las dificultades que implica pertenecer a la clase obrera, en una sociedad marcadamente capitalista. Estas historias se explican de una manera distante y desde un posicionamiento moral explícito, pero insertando elementos para que el espectador elabore su propio juicio de valor. El cine que pretenden explorar se preocupa por transmitir una austeridad preponderante y su arquitectura cinematográfica gira alrededor de dicho propósito, consignándose a realizar un tratamiento subjetivo de la imagen.
Gracias a las citadas marcas estéticas, la carrera de estos estandartes del cine de autor contemporáneo se consolidó en la aceptación de la crítica y el benemérito del público; cosechando múltiples premios internacionales, especialmente en el Festival de Cannes. Títulos como “Rossetta” (1999) y “El Silencio de Lorna” (2008), convirtieron a la dupla fraternal en favoritos defensores de la independencia cinematográfica como ley irrenunciable. Allí están los hermanos Dardenne, persiguiendo a su protagonista durante toda la secuencia o dejando la cámara estática, independientemente de la acción, como referente de los diferentes personajes, constituye un sello estético que se ha mantenido indeleble a lo largo de toda su trayectoria. Utilizando el dramatismo del fuera de plano, diluyen la línea ilusoria que separa al documental de la ficción. Son tales huellas las que los convierten en un par de referentes sin parangón contemporáneo. Para esta dupla, defender la independencia a ultranza es menester. Hay vida después de la cámara y acaso sus ficciones son infinitos y sucesivos relatos que vertebran una sólida y única gran obra. Despojándose de todo artificio, prefieren trabajar con el uso de largos planos y sus diálogos transmiten la verosimilitud en tiempo real.
Dentro de semejantes marcos conceptuales, “El Joven Amhed” se encumbra como un filma radical, afín al cine social y comprometido. Dueño de una apariencia de realismo que procede de un artificio perfectamente construido por el tándem de cineastas belgas. El enigma que desata su trama confronta el cinismo de un mundo en quiebre, en caída libre del cielo a la Tierra. Se inscribe así la forma de parábola que revisa la leyenda del hijo pródigo, la muerte puede resignificar su propio sentido. El tiempo vuelve a contarse, el espacio ya no es insignificante. Finalmente, el arma, se nos sugiere, es un juguete para la imaginación de un personaje monolítico. Ante nuestros ojos se despliega un trabajo sencillo en apariencia, pero complejo en su interior. La cámara se sitúa en la distancia correcta y los minutos que transcurren nos adentran en la profundidad.
La islamización del continente se trata con suficiente seriedad, conformando la estructura de una obra que no agradará a la derecha en su discurso humanista y espiritual. Para los Dardenne, la verdad última huye de la materialidad; se construye una puesta en escena sublime que pueda reflejar todo aquello por encima de lo terrenal, se produce la revelación. La película es, a la vez, tanto un elogio a la impureza como a la mixtura de identidades. Los autores de “El Hijo” (2011) y “Dos Días, una Noche” (2014) encuentran una sabia manera de mirar, que plantee cuestiones morales sin allanar el camino por completo. Es, acaso, el sobrio valor testimonial y la evidente coherencia autoral en “El Joven Amhed” sendos valores que destacan. Se nos habla de fanatismos y mutaciones, sin moralizar ni juzgar al protagonista. Los planos duran lo necesario, mientras la economía moldea gestos inefables e infinitos. Finalmente, una obra de arte no debe ser un tribunal que enjuicia. Ganadores en Cannes el premio a la Mejor Dirección, los cineastas belgas reafirman su máxima: no existe dogma en el tratamiento, cuando prefiere este la contemplación.