Los chicos de la guerra
Basada en la primera de las cuatro y muy exitosas novelas de Orson Scott Card, El juego de Ender es una solemne y no demasiado lograda apuesta de ciencia ficción sobre una sociedad militarizada que lucha por su subsistencia ante constantes amenazas extraterrestres. Cinco décadas después de salvarse de forma casi milagrosa de la extinción (una arriesgada acción individual de un guerrero detuvo un ataque que parecía letal para el planeta), los invasores se han robustecido y preparan una nueva ofensiva.
El futuro de la Tierra dependerá en buena medida de las aptitudes de unos niños que son entrenados con videojuegos, simuladores y escenarios elaborados gracias a la realidad virtual. Uno de ellos, el Ender Wiggin del título, podría ser a sus 12 años “el elegido” para una estrategia que contenga y luego destruya a las fuerzas enemigas por su destreza, pero también por sus características psicológicas. Es que él ha logrado lo que su padre primero y su hermano mayor después no han conseguido: ser la joya militar elegida por el coronel Hyrum Graff (Harrison Ford), que es el supervisor/mentor del asunto.
La referencia a los videogames no es antojadiza: la película es lo más parecido que hay a la experiencia de jugar a la guerra en una Wii, una Xbox o una PlayStation. Allí se condensa (y se limita) buena parte de la propuesta de este film dirigido con el manual básico por el sudafricano Gavin Hood, el mismo que llamara la atención en 2005 con Mi nombre es Tsotsi y luego ingresara de lleno al cine norteamericano con El sospechoso y X-Men orígenes - Wolverine.
Si la película se ve con cierto agrado es, sobre todo, gracias a la expresividad y solvencia del pequeño Asa Butterfield, quien ya había demostrado su potencial como protagonista de La invención de Hugo Cabret, de Martin Scorsese. A su lado, los adultos (el apuntado Ford, Viola Davis o un ridículo Ben Kingsley con tatuajes maoríes) son poco más que elementos decorativos.
A nivel visual, la película tiene ese despliegue de CGI, vértigo y explosiones al que nos tienen acostumbrados (y por lo tanto ya no sorprenden demasiado) los tanques hi-tech hollywoodenses. Una suerte de sub-Tron: El legado con algo menos de vuelo formal y, debe admitirse, un poco más de nobleza.