Apenas unos juegos de la milicia
Las premisas parecían suficientes. Por un lado, la obra primera, la novela ya clásica de Orson Scott Card. Por el otro, la participación suya en el rubro producción, junto a los nombres marca Fringe de Alex Kurtzman y Roberto Orci. Harrison Ford y Ben Kingsley en papeles decisivos. Y, mal que bien, Gavin Hood (Mi nombre es Tsotsi, X-Men Orígenes: Wolverine) en guión y dirección.
Pero, visto lo sucedido, lejos está la versión fílmica de El juego de Ender de atreverse a bucear en lo perverso de su asunto. Ender's Game es la historia del niño Ender Wiggin (Asa Butterfield, el Hugo Cabret de Scorsese), destinado de manera temprana a los juegos de la milicia: atractivos video-games que esconden la preparación física y mental necesarias para enfrentar un duelo final postergado: el de los humanos contra los horripilantes insectores.
La manipulación social -que Scott Card no sólo puntualiza en el ejército, sino también en las decisiones paternas- aparece como una pátina fácil en el argumento de Gavin Hood. En lugar de atreverse a indagar en las tribulaciones de un niño elegido, al que se le inculca la férrea idea de asesinar para la defensa del mundo, esto surge apenas como lectura facilísima, muy torpe.
En este sentido, El juego de Ender atraviesa una sucesión escalonada, donde el niño habrá de superar todos los conflictos clásicos al adolescente norteamericano promedio: ser el menos popular, ganarse el respeto, la primera atracción sexual y, acá lo mejor, una adultez precoz por obligada. Aquellas situaciones que de por sí debieran ser irónicas (lo referido previamente, así como los adultos, los militares, aplaudiendo las habilidades de Ender en sus simulaciones de combate: videojuegos hipertecnificados, con la mira subjetiva desde las armas de fuego) están lejos de parecerlo, sino que se asumen como engranajes de un relato ocupado por retratar capítulos o escenas puntuales que el libro ya ofrecía.
Es decir, no hay transposición válida, no hay alma dolorida en esta versión fílmica. Aún cuando lo parezca, o cuando su desenlace asuma de manera mimética el de su fuente primera. Con eso no basta. No hubo sensación alguna parecida en la que subsumir al espectador. Un desafío que, vistas las características de cierto cine similar, no corresponde solicitar. Pareciera que, aún cuando la trama de la historia apele a lo siniestro, el divertimento adolescente (entiéndase por esto, una coerción de mercado) debe prevalecer. De manera tal que nada queda en la película, sólo una cáscara vacía, con todos los fuegos de artificio.
La violencia virtual podría haber sido el gran tema del film. Allí la notable mirada de Scott Card para su novela de 1985. Ahora factible de corroborar desde las posibilidades que las nuevas tecnologías ofrecen. La película podría haber sido un gran fresco irónico. Pero, lamentablemente, la ciencia ficción cinematográfica hace caso omiso de su pasado, empecinada en un divertimento vacuo. Lo de Harrison Ford es olvidable. Y lo de Ben Kingsley es peor.