Chicos criados entre juegos de guerra
La adaptación del clásico moderno de ciencia ficción escrito en 1985 por Orson Scott Card no sólo es un producto sólido, entretenido y eficaz, sino también una interesante y reflexiva aproximación a los límites contemporáneos del cine para adolescentes.
Es muy fácil darle con un caño a El juego de Ender. Al fin y al cabo, se trata de la enésima adaptación de un best-seller norteamericano (Ender’s game, para muchos un clásico moderno de ciencia ficción escrito en 1985 por Orson Scott Card) con toda la imaginería audiovisual de Hollywood al servicio de la seducción del público infanto-juvenil, realizada con la indisimulable intención de convertirse en el inicio de una saga. Material hay de sobra, por cierto: tres secuelas literarias escritas durante los ’90, además de cinco derivaciones sobre los personajes secundarios. El cine como marketing en estado puro, podría decirse. Pero no. El juego de Ender no sólo es un producto sólido, entretenido y eficaz, sino también una interesante y reflexiva aproximación a los límites contemporáneos del cine para adolescentes.
Dirigida por el sudafricano Gavin Hood (El sospechoso, X-Men orígenes: Wolverine) y fracaso comercial en su estreno norteamericano (recuperó 60 de los 110 millones invertidos), el film parte de las coordenadas simbólicas de los Estados Unidos post 11-S. Esto es, el de una nación en alerta constante: una raza alienígena atacó la Tierra sin razón aparente, se triunfó gracias a un mártir inmolado por el bienestar mundial y ahora se está en plena preparación de las tropas para un potencial contraataque enemigo. Así lo afirma el Coronel Graff, interpretado por un Harrison Ford al que se le vinieron las siete décadas encima. Y para defender nada mejor que un grupo selecto de... chicos, representantes de una generación “criada entre juegos de guerra”, como se escucha por allí. Punto a favor, entonces, para un guión atento al mundo que la concibe y poco condescendiente con sus potenciales espectadores.
Uno de esos sub-15 es Ender (Asa Butterfield, el Hugo Cabret de Martin Scorsese), cuya languidez le confiere un aire de fragilidad por el cual nadie apuesta un peso por él. Salvo, por supuesto, Graff, quien no duda en que es la salvación del mundo. “Necesitamos un Julio César, un Napoleón”, lo alienta. Y el pibe cumple, ascendiendo rango tras rango hasta llegar el máximo escalafón, todo ante la fascinación de camaradas, súbditos y superiores. El film encarna, en la tersidad de su superficie, una versión futurista y simplona de aquellas películas sobre entrenamientos militares, describiendo un arco narrativo que va del menosprecio a la aceptación generalizada. El personaje pasa además por la contraposición con un superior que lo odia y la particular empatía con Petra (la nena ruda de Temple de acero, Hailee Steinfeld).
Seguramente habrá quien frunza el ceño tanto ante el marco referencial rebajado y el interés romántico cursi. Pero en ese caso el error es menos de la película que de aquellos que aún le reclaman al mainstream norteamericano algo que hoy no quiere –¿ni puede?– dar; por lo tanto debe tomarse a la complejidad de este film como síntoma de los límites de la industria: puede haber un tono crítico, espacio para la interpretación y ciertas connotaciones políticas, pero tienen que entenderse sin demasiado esfuerzo. El juego de Ender es, en ese contexto, una película inteligente que va de la premiación inicial a la oscuridad del utilitarismo adulto, convirtiendo así un relato de autosuperación en otro acerca de la pérdida de la inocencia. Porque es cierto que Ender –y también la Katniss Everdeen de Los juegos del hambre– tiene el ímpetu, la inteligencia y la sagacidad de un líder natural, pero de allí a someterse a las responsabilidades de aceptar ese lugar hay un largo trecho. Ese recorrido es lo que aquí se muestra. Y nada mejor que transitarlo casi sin darse cuenta, pensando que todo se trata de un juego. Quizás así, mientras se atragantan con pochoclos y gaseosas, los adolescentes entiendan un poquito mejor todo lo que les espera más pronto que tarde.