En Argentina el baseball no es un deporte que tenga demasiados adeptos. Amantes del fútbol, supongo que su práctica (y disfrute) les debe resultar tan lenta como ajena. Una lástima, porque el baseball está buenísimo: nueve jugadores por equipo y un sinfín de reglas complejas que son justamente las que hacen tan interesante este juego. El baseball es un deporte de precisión, de estrategia, se trata de estar atentos, de saber leer el juego. Hay que ganar bases, cuatro, para poder anotar carreras, el que anota más carreras a lo largo de nueve entradas, gana; por eso, tampoco hay tiempo, se sabe cuándo empieza un partido, pero nunca cuándo termina. Tres posiciones son fundamentales: la del que batea, la del pitcher (el que lanza la bola) y la del primera base, ¿por qué?, porque, entre otras cosas, de él depende que no se cambie el turno de bateo con el equipo contrario. A la vez tan simple y tan complicado que es apasionante, aunque pareciera que no pasa nada. Esa dualidad entre lo sencillo y lo complejo está en El juego de la fortuna (por una cuestión de respeto de aquí en adelante la vamos a llamar por su título original), porque Moneyball es –pero no es– sobre baseball.
La primera escena de la película nos para fuera del estadio y con un par de carteles nos dice que los Athletics de Oakland no ganan un torneo desde 1989, lo que para cualquier equipo de cualquier deporte es poco más que una tragedia. Acto seguido se nos presenta una discusión por dinero entre el personaje de Brad Pitt (Billy Beane, el manager) y el dueño de los Athletics; uno necesita plata; el otro no tiene. Ahí está una parte de Moneyball. La necesidad de ganar un campeonato con dos mangos, competir contra equipos millonarios que acumulan estrellas, ganar un juego injusto. Aunque cualquiera que sea amante de algún deporte sabe que no se trata de la injusticia de un juego, sino más bien de la de un sistema en el que las diferencias económicas pueden hacer estragos en los equipos y en los resultados. Capitalismo y deporte. Por eso Moneyball no es (solo) sobre baseball. Pero como de por sí la competencia deportiva es terriblemente cinematográfica (en sus victorias pírricas, sus epopeyas, sus historias de héroes caídos y vueltos a levantar y un largo y hermoso etcétera) el verdadero atractivo de Moneyball sí está en el juego, o en lo que se dice sobre el juego.
Billy Beane y su asistente Peter Brand (Jonah Hill) no entablan conversaciones, disparan líneas de diálogo, es tal el timing, la rapidez, la fluidez y la musicalidad que le imprimen a las palabras que antes de saber qué significa llegar a primera base nos va a resonar la frase “he gets on base”. Moneyball es sobre estrategias, estadísticas, enfrentamientos, estar en movimiento, es como el juego. Y por eso Beane pocas veces está quieto o callado. Y la montaña rusa a la que nos sube la narración hasta se da tiempo de construir un villano. Y aunque el mayor mérito está en el armado de la historia por medio de la palabra, la imagen, simple, sabiendo ocupar su lugar de acompañante, trabaja el vértigo cuando es necesario (por ejemplo, en el último partido) o el silencio si ya no queda decir nada (como cuando Hatterberg se queda solo con su familia).
Para la anécdota queda que los Athletics no ganaron la serie con ese sistema, pero que sí tienen el récord de veinte victorias consecutivas, y que esa epopeya de jugar con los caídos en desgracia, con los descastados del sistema, porque son funcionales a un esquema de juego, es posible si se sabe elegir al jugador por lo que vale y puede dar y no por lo que cuesta y promete. Así como es posible construir una gran película con la compleja simplicidad de un buen guión, un par de buenos actores y una pelota. A veces solo hay que tener una buena estrategia.