Se dice que en el futbol hay dos filosofías de juego. Una es la de los menottistas, aquellos que privilegian la idea no solo de buscar ganar un partido sino también hacerlo mediante el buen juego, el toque de pelota y buscando el arco rival a toda costa. Por el otro lado están los bilardistas, aquellos que creen que el futbol se basa simplemente en un sistema estratégico en el que lo único que importa es ganar cueste lo que cueste, aunque eso signifique colgarse del travesaño y ensuciarse un poco (hacer foules tácticos, contaminar bidones) con tal de conseguirlo. Con El juego de la fortuna podría decirse que estamos ante una película bilardista en su esencia y su temática, pero totalmente menottista a la hora de desplegarla en la pantalla.
Billy Beane es el manager de los Oakland Athletics, un equipo chico cuyo presupuesto reducido le hace imposible lograr el ascenso a las ligas mayores de Beisbol. Con pocas chances ante los equipos grandes y en contra de lo que dicta la tradición del deporte, Beane decide ignorar el consejo de sus scouters (aquellos buscatalentos más interesados en encontrar a la próxima estrella para su propio beneficio en lugar de conseguir a quien mejor le sirva al equipo) y patea por completo el tablero. Con la ayuda de su nuevo asistente y nerd de la computación Peter Brand, Beane decide armar un equipo con jugadores en teoría menos espectaculares, pero que le rindan mejor al equipo. Básicamente se trata de armar un plantel con menos Cristiano Ronaldos y más Chapu Brañas. El relato no se mueve de ese eje principal, mostrando a su protagonista como un hombre determinado en demostrar que se pueden elegir caminos alternativos que puedan llevar a un team humilde a la gloria.
Sí, el beisbol ocupa una parte importante dentro de El juego de la fortuna, y en más de una ocasión aquel que no sabe nada del deporte puede llegar a perderse entre tantos tecnicismos, pero por suerte el director Bennet Miller supo esquivar sabiamente los clisés que hacen a toda película deportiva y se enfocó en lo que pasa afuera del estadio, con el juego constante de comprar y vender jugadores y decisiones difíciles como decirle a un jugador que se busque otro equipo para la próxima temporada. Durante esos momentos es donde vemos la otra clave ganadora del film, el guión de Aaron Sorkin. El escritor de Red Social saca a relucir toda su capacidad a la hora de mostrar hombres que seducen mediante la palabra y quieren probarle al mundo que su visión de las cosas es la única plausible. En ese aspecto, Billy Beane no es diferente de Mark Zuckerberg o de Charlie Wilson (el protagonista de Juego de Poder, otro monstruo sorkineano). Sus criaturas son gente visionaria que decide ir en contra de los parámetros establecidos pese al costo profesional y personal que aquello pueda producir.
“Adaptarse o morir” es lo que Beane le dice a uno de los scouters que no se siente cómodo ante la dirección a la que el manager quiere llevar a su equipo, y pareciera ser lo mismo que tanto Miller como Sorkin buscan probarle a los empresarios de Hollywood, que también puede haber formas menos espectaculares pero más rendidoras de lograr hacer una buena película, o mejor dicho, de llevar a un equipo hacia la gloria máxima.